Análisis

santiago padilla

Escritor

Darbón, de nuevo en Moguer

En realidad nunca te fuiste de la calle de la Ribera, ni de la atalaya de los Hornos, ni de la calle de La Fuente, de las Flores, de la Aceña o del Coral; ni del Castillo, ni de la bodega del Diezmo, ni de Montemayor, y embozada entre los pinos, de su ermita blanca; ni del sagrado huerto de la Piña, ni del referencial pino de la Corona, ni de la vera salobre del San Cayetano, o de la joven Eloísa, ni del Vallejuelo, ni de la cañada de las Ánimas, ni del camino de Los Llanos,… Ni dejaste de oír los sonidos de la fragua de Sierra, ni el rumor del lejano bosque de Doñana, donde está tu cuna almonteña, que llega sonoro hasta la vieja Mons-Urium; ni al murmullo de la arrulladora, o el libre concierto de picos de primavera, ni las campanas que conmueven con su pregonera coronación de bronce, el blanco pueblo; ni el seco redoble del tamborcillo del tío de las vistas, ni la música ahogada por el campaneo, los cohetes negros y el duro herir de los cascos herrados en las piedras, a la vuelta de las carretas.

Nunca te marchaste del mundo animal, de tu ámbito profesional, el que te abrió las puertas de Platero,…. Del espíritu que anima a la bella perra Diana, a Almirante o a Lord, el perrillo foxterrier; del toro huido, de los burros del arenero, o de la yegua blanca… El que te convirtió con intención del poeta en "el médico" del universo animal que atraviesa sus páginas de principio a fin. Bueno. Tu profesión, y también tu bondad; esa que está manuscrita de su puño y letra, con cinco letras, en el capítulo que el Nobel te dedicó, y que luego los duendes hurtaron del texto impreso.

De los oros celestes del día abierto, o de la vaga cinta rosa en los bajos aleros de cal de la calle, donde muere el sol vacilante de la tarde; de las lumbres del ocaso que prenden las últimas rosas, ni de la tarde grana en la viña del arroyo, ni del arco iris que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a nuestro lado.

Ni te inhibiste del olor al nutrido grano limpio que, bajo las frescas estrellas, se amontona en las eras; ni del pan humeante que presta su alma al pueblo, junto con el aliento de los pinos, al mediodía, con el vino que es su corazón generoso; ni de la llama de fragancias hacia el Poniente que emiten las rosas quemadas en la tarde de octubre.

De toda esa marginalidad consustancial a nuestro género, que nos denuncia el poeta universal, y que hoy perdura manifestada de otros modos, porque todo se repite: de Aguedilla, de la tísica, de los niños pobres, de los gitanos, del mendigo portugués, de los niños del casero que no tienen Nacimiento, de Pinito o de los húngaros. Y de las injusticias de todo tiempo y lugar, que te tuvieron a ti también como involuntario protagonista, de una historia que vivió en primera persona tu mentor literario, cuando ya tus facultades te abandonaban para siempre.

Porque nunca te fuiste de Juan Ramón, de su gran elegía andaluza y del Moguer intemporal que nos dibujó en sus páginas, de la que fuera tu ciudad de adopción. Nunca te fuiste, aunque hoy vuelves más vivo que nunca a caballo de la literatura ilustrada, pero también de tu biografía real. A la silla de una antología de ilustraciones que han recreado tu capítulo y agigantado tu figura literaria; y a la grupa de una breve semblanza vital, tan valiosa y aleccionadora, como desconocida, para recordarnos que se cumplen 180 años de tu venida a este mundo. Porque en realidad, Juan Bautista Darbón Díaz, jamás te irás de tu ciudad de adopción mientras perdure el eco tierno de los rebuznos y del trotecillo alegre de Platero.

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