El 19 de septiembre de 2015, en un partido de la fase de grupos del Mundial de rugby de Inglaterra celebrado en la ciudad de Brighton, ocurrió lo inesperado. Japón se impuso a Sudáfrica con un ensayo en el último suspiro que sirvió para que el marcador hiciese justicia después de un encuentro redondo de los nipones. Una Sudáfrica que se vio sorprendida por la velocidad y la continuidad del equipo que tenía enfrente trató de llevar el juego al interior y al suelo. Recurrieron los Springboks al viejo rugby y empezaron a castigar el eje como si de un interrogatorio con tortura se tratase. Pero Japón no cantó. A riesgo de que me tachen los del Tartessos de idólatra he de decir que, en mi opinión, nada de aquello hubiese ocurrido si al frente no hubiese estado Eddie Jones. En el juego que desplegó Japón confluyeron la inteligencia táctica del entrenador australiano y el honor de la genética de sus jugadores. Todo el partido es digno de análisis, pero aquella última jugada en la que el capitán japonés rechazó varias veces lanzar a palos los golpes que concedía la defensa de los Springboks y que le podrían haber dado un empate histórico fue el epítome de ese cóctel. Una jugada en varias fases desde un costado a otro para terminar volviendo al origen en una sola secuencia de pases rápidos y perfectos culminados con un offload. ¡Ensayo!

El elogio de las sombras del No hace relucir con más fuerza la luz del rugby del hemisferio sur (sic) que ha impregnado a la selección japonesa. En su camino hacia su propio Mundial este otoño se han plantado en Europa para alcanzar un empate ante Francia en Nanterre. Pero no vi al mismo equipo de hace dos años. Ha evolucionado, sí; pero se ha vuelto algo mecánico. Cuando salía a relucir la velocidad flaqueaba la seguridad de los pases. La delantera ha mejorado, pero la magia ya no está. La llegada de su franquicia en el super rugby puede eliminar la estética de una selección suicida. Eddie Jones se fue a Inglaterra, pero siempre nos quedará Brighton.

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