Cultura

De la pervivencia de ciertas imágenes

  • Murillo eleva sus figuras mediante el recurso a lo sagrado y a la vez suscita en silencio la experiencia del espectador. Lo demuestra la exposición que acoge el Espacio Santa Clara

Fue el siglo del despuntar de la ciencia. A la vez que se encontraban dispositivos para controlar la observación de la naturaleza, iba articulándose el aparato matemático que permitía relacionar entre sí los aspectos observados. Mientras todo esto ocurría, la magia perdía su última batalla, al ser desautorizada por la Iglesia. El siglo XVII marcó así uno de los puntos de partida de la modernidad. Pero simultáneamente la imagen se arrinconaba. En el siglo anterior había vivido horas de gloria: Giulio Camillo prometía sintetizar el saber mediante las imágenes acumuladas en su Teatro, Giordano Bruno ideaba una formación de la subjetividad mediante imágenes relacionadas por la memoria e incluso los libros de emblemas sugerían una educación a través de la conexión de imágenes, aforismos y textos. Pero todo esto decae con el interdicto dictado contra la magia. No deja de ser un síntoma el hecho de que Bruno fuera pasto de las llamas inquisitoriales en los inicios del siglo.

Quedó sin embargo algo: la pintura. No toda: en algunos lugares estaba reglamentada por las academias, reales o pontificias, y en otros por la autoridad eclesiástica que obligó a retirar obras de Caravaggio. Pero la Iglesia Romana era presa de una contradicción: por una parte, era consciente del valor formador y pedagógico de la imagen. No como evangelio de los analfabetos -de la época medieval- sino como formadora de la sensibilidad, la imaginación y, en suma, de la subjetividad. De otra parte sabía que tenía que controlar las imágenes. La senda entre esos dos polos la propició la Compañía de Jesús y su pedagogía. Así lo reconoció Goethe cuando iba camino de Italia.

En esa difícil tesitura se sitúa sin duda buena parte de la pintura española del siglo XVII. Digo todo esto al hilo de esta exposición que, en última instancia, se esfuerza en buscar razones de la pervivencia de las imágenes de Murillo.

La muestra tiene sin duda varias lecturas posibles. Muchos espectadores encontrarán en ella ecos de algunas cosas que desde niños hicieron suyas, con ellas crecieron y ahora, al recorrer la exposición, se topan con su memoria a través de los cuadros.

Otra lectura la protagonizarán, creo, los amantes de la pintura. Incluso los contrarios a Murillo (que los hay) apenas podrán ignorar la exquisita sensualidad de la Inmaculada de Aranjuez, el ritmo de la figura, el modelado de las telas, el dibujo de la cabellera. Tampoco, creo, permanecerán indiferentes ante el color y la fuerza de la figura de La Virgen con el Niño, que conserva el palazzo Pitti, ni ante el bodegón del ángulo inferior izquierdo de Santa Rosa de Lima. Admirarán además la prestancia de la Asunción de Duque Cornejo y la manera en que organiza el espacio pictórico Núñez de Villavicencio.

Una tercera lectura es la erudita: la muestra va tejiendo una red formada en primer lugar por los coetáneos de Murillo: los autores que lo conocieron en vida y lo siguieron; quienes, como Cornelis Schut, recogen algunos de sus hallazgos y los reelaboran a su manera, y no falta quien toma un aspecto de su obra, como Valdés Leal al retratar a Mañara. Pero la deriva se prolonga: en los pintores del siglo XVIII que conservan las esencias de Murillo (la rotundidad de los cuerpos, por ejemplo) pero bañándola de la sensualidad de la época, y los ecos llegan a la pintura romántica aunque alentada por una nueva sensibilidad. Esto, sin embargo, no es todo: hay que añadir, y así lo hace la muestra, la reproducción que va desde el grabado a la fotografía. Esta pervivencia de la imagen de Murillo da sin duda que pensar.

Creo que una de las claves de esa pervivencia está en el equilibrio entre la fidelidad a los contenidos religiosos y la sensibilidad hacia determinados aspectos de la experiencia. La Inmaculada de Aranjuez cumple los requisitos de la figura tomada del Apocalipsis y que la época transfiere de la iglesia a María de Nazaret, pero la figura está cargada de sensualidad y ritmo (eso la distingue de la que pinta Schut). La Virgen con el Niño señala el paso de la madonna ideal a la firmeza de la madre: la prestancia de la figura subraya la densidad de su existencia y la serena posesión de sí misma. En cuanto a La Virgen de la faja, la atribución de la visión profética a María de Nazaret, que llevaron a sus obras Donatello y Miguel Ángel, se convierte en mirada temerosa ante la incertidumbre (que no debía faltar en la época). Murillo, a mi juicio, eleva sus figuras mediante el recurso a lo sagrado (que respeta) y a la vez suscita en silencio la experiencia del espectador. Tal vez por eso, como se dice en el catálogo, sus imágenes devuelven la mirada y cumplen, pese a la puesta en escena religiosa, con el antiguo adagio: de te fabula narratur.

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