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La muerte del 'Guitar Hero'

FRANCISCO Sánchez tenía hambre de vivir. Como si Paco de Lucía le hubiera robado media vida, tal que uno de esos superhéroes de la vieja Marvel que hubiera mutado en guitarra durante la niñez. Tuvo su muerte: súbita y remota. Expiró en una playa del Caribe mientras jugaba con sus hijos Diego y Antonia, de cuyas correrías infantiles solía esconderse en el cuarto de baño para leer tranquilamente el periódico o algún libro de Arturo Pérez-Reverte o de Benito Pérez Galdós. Gabriela, su actual esposa, explicó a su familia que el fin de esta leyenda viva de la música mundial fue tan inesperado como fulminante. Sus restos volverán, sin embargo, hasta Algeciras, donde descansan los de sus hermanos María, que le enseñó a reír y a temer las moscas alobás, y Antonio, que le transmitió las falsetas del Niño Ricardo que su hermano mayor aprendía de Juanito Valderrama y que el benjamín de la casa deconstruía para su desesperación. Allí también está la tumba que guarda los restos de su padre, el superviviente Antonio Sánchez Pecino, huérfano con tan sólo ocho años en la desapacible España de comienzos del siglo XX, o su madre, Luzía Gómes, la portuguesa de Montegordo que se desternillaba con los chistes y en realidad disfrutaba con las canciones de Manolo Escobar.

Como ser humano, quería devorar la vida. Como músico, era un domador: procuraba que la guitarra no le devorase entre sus fauces y conseguía hacer de ella una prolongación de su instinto, una intérprete de sus entrañas musicales, así fuera a través de los cantaores que le pusieron voz -Camarón, sobre todo, pero también su hermano Pepe, Duquende, Fosforito o incluso Antonio Mairena-, a través del flamenco que siempre fue, del jazz que exploró con la pericia de un navajo en el Far West, la copla de su adorada Marifé, a la que dedicó su último disco, la canción con la que coqueteó superficialmente con su amigo Alejandro Sanz, con Bryan Adams, con Luis Eduardo Aute o con Joan Manuel Serrat, y la música clásica, de la que recobró aquello que las partituras de Falla, Turina o Rodrigo habían recogido del patrimonio gitano-andaluz.

Su pureza fue el mestizaje. Nadie tocó como tocaba Paco hasta despertar la ira y el reproche de Andrés Segovia. Pero nadie compuso como él lo hizo, con la mente abierta y el corazón nómada. Respetando la tradición pero desobedeciéndola al mismo tiempo, tal y como le describiera su amigo Félix Grande.

Era perfeccionista, a porfía, un músico de músicos. Pero buscaba, a menudo, esconderse debajo del mar, huyendo quizá de los escaparates, de la pompa vana, del personaje que a veces escondía bajo su sombra a la persona. Ambos sobreviven. El ser humano, a través de la profunda memoria de los suyos. El genio, a partir de su obra, imperecedera, eterna, escrita entre dos aguas: las de la técnica depurada y el virtuosismo. La de la razón y el corazón. Mediterránea, atlántica y mundial.

Juan José Téllez es director del Centro Andaluz de las Letras y biógrafo de Paco de Lucía.

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