Cultura

Un montón de espejos rotos

  • Cinco años después de recibir el Premio Biblioteca Breve, Elvira Lindo vuelve a la novela con 'Lo que me queda por vivir', una obra en la que ha puesto muchísimo de sí misma

Elvira Lindo, Seix Barral, Barcelona 2010.

Para Lo que me queda por vivir -examen de conciencia, ajuste de cuentas, novela-, Elvira Lindo ha optado por un sutil juego de espejos: la historia empieza con una mujer en los veintitantos recordándose a sí misma a los diecisiete que trasluce la actitud de la autora hoy, en torno a la cincuentena, contemplando aquellos sus veintitantos en la década de los 80, tan idealizada. De este cruce de miradas se deduciría que la vida, demasiadas veces, es una mera comprobación de cuanto dejamos sin cumplir o abandonado en la cuneta. Cada tanto se echa la mirada atrás, con ira o sin ella, únicamente para constatar cómo se aguaron los proyectos propios y los ajenos, cómo se fueron a pique los objetivos que nos impusimos o los de quienes tuvimos cerca (la familia, los amigos) y que recogimos como el relevo en la carrera. En este juego de reverberaciones, tan barroco, Elvira Lindo se ha decantado, no obstante, por no esconderse, por no callarse. Que lo que no se dice -lo dice ella con estas palabras- duele más que lo que se cuenta.

Antonia, la protagonista, el reflejo en el espejo, es una mujer que, criada en el inmovilismo del nacional-catolicismo, le toca crecer en una sociedad cambiante, la que salía de debajo de la losa franquista, medio asfixiada, con una imperiosa necesidad de llenarse los pulmones de aire. A Antonia, Elvira Lindo le da su circunstancia y experiencia. También Antonia se ganará la vida como locutora de radio y guionista de televisión. También ella se casará por lo civil para escándalo de la parentela, será madre muy joven y se quedará sola con un hijo de cuatro años, un estímulo para capear temporales y una responsabilidad, una carga, que le sobrepasará en no pocas ocasiones. Y los reverberos continúan: la autora mira a su hijo y se ve a sí misma de niña; recuerda a su madre, muerta cuando ella era una adolescente, y se evoca a sí misma en tanto madre, una madre nada convencional, que no hizo lo que se esperaba de ella, y esto la hará sentirse culpable (Pero es que ningún padre tendrá jamás el convencimiento absoluto de haber hecho en todo momento lo que debía). La culpa, el remordimiento, el desasosiego… En estas heridas desova la melancolía, el ánimo se sensibiliza, y aquello que descartamos al vivir nuestra vida, incluso lo que nos espantaría haber vivido, intensifica la sensación de pérdida.

Elvira Lindo, con una madurez encomiable, se muestra ecuánime y recuerda/reconstruye una infancia feliz en tiempos de la dictadura, una juventud acorralada en tiempos de libertad y una madurez serena en tiempos de crisis, pues, en el común de las gentes, los problemas suelen causarlos la edad más que la Historia. Entre tanto pecio a la deriva, hay que agarrarse a algo. Y si en los momentos de dicha siempre hubo algún rincón en sombras que oscurece la estampa, en medio de la debacle tampoco faltó ese puñado de instantes insustituible, ese puñado de arena olorosa en la que plantaremos algún recuerdo duradero. Sólo por estos instantes, al lado de nuestros seres queridos, todo mereció la pena (Porque, en el caso de que no nos salvara, el amor da coartadas suficientes para intentar la salvación). La familia es el centro del mundo para ambas, Antonia y Elvira. Por la familia se hace cualquier sacrificio, del más grande al más pequeño; entre el amplio anecdotario, me quedo con el impagable episodio de la tía franquista que votó al Partido Comunista sólo porque un sobrino suyo se presentaba como candidato del mismo.

No voy a entrar en cuestiones bizantinas de si Lo que me queda por vivir es el mejor trabajo de Elvira Lindo -en fin, en el campo de la llamada literatura infantil, la autora ya rozó la maestría-. Baste con decir que es un libro excelente. Algunas páginas, sobre todo en el tercio final, vuelan a muchísima altura. Elvira Lindo se acerca a ese montón de espejos rotos -como tal describió Borges la memoria- con el corazón en un puño y los ojos abiertos de par en par. Y la sinceridad recompensa, a ella y al lector. A esta mirada despierta hay que sumar una voz sencilla y sincera. En el momento de la escritura, Elvira Lindo confiesa haber tenido presentes a maestros como Antón Chéjov o Raymond Carver; no es un alarde, no son faroles, sino ases que ha tenido en las manos y jugado con talento e inteligencia.

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