Tinta fresca

Los mejores años

Si alguien accediera por primera vez a un libro de poesía y el libro fuera éste: Los mejores años, estaría de suerte; amaría el verso desde ese instante porque habría entrado por una puerta abierta a las palabras bellamente escritas y al sentimiento soberanamente expresado. Desde el prólogo al epílogo se percibe un hilo tensado del que cuelgan pliegos que hablan de batallas íntimas, de edades, del juego de la vida, del amor, de los primeros placeres, de respuestas encontradas, de generaciones, de estampas cotidianas y de tentaciones. El prólogo, para coger tono, ya pinta en versos un Último retrato de juventud:

Hace casi tres años que no escribo

poemas, me abandono, apenas leo;

no me cultivo ni me informo. Siento

dentro de mí una especie de vacío

que avanza -y no me asusta- como un río

de lava; o mejor, como un desierto

que va ganando más y más terreno

al calcinado bosque, ayer tan vivo.

Sueño poco. Deseo lo necesario.

No tengo nada, y nada extraordinario

espero en adelante. No disfruto

del placer de vivir. Miro la vida

con reserva y distancia. Cada día

me consienten los años menos humos.

Ya en pleno corpus de la obra, se lee esta gota que colma el vaso y que nombra como Imagen del desengaño:

Con el dinero justo siempre,

sin poder y sin gloria, más bien harto

del poder y la gloria, de versitos

bonitos, de la vida y sus trabajos

-de contarle a un papel lo que ha vivido

en lugar de olvidarlo-,

de ser hombre, de ser poeta lírico,

de vivir, de saber que el arte es largo.

Idea en la que Salvago insiste más adelante en Al margen de sus versos porque, según confiesa:

Leo mi vida

-en esta especie de diario

que van siendo mis versos-,

y echo de menos tanta vida…

Otra edad es el siguiente gozo que traen estas páginas, que bien podrían estar escritas por ese autor mal llamado Anónimo, que cualquiera lleva dentro, porque lo que expresa es asumido de inmediato por el degustador de versos, compartiéndolo además:

Se me pasó la edad de ser poeta

porque todo se pasa, es ley de vida;

aunque siga, por vicio o por querencia,

hablándole a un papel, la poesía

ya no es mi patria, ni mi territorio.

Sólo regreso a veces, de visita,

como quien vuelve a donde fue dichoso.

Y como estas líneas sólo pretenden -si pretenden algo- poner un punto de atención sobre un autor y su obra, cerremos con dos poemas más; uno, dedicado al amor:

Mi madre, que me encuentra más delgado y se preocupa porque tengo ojeras.

Mi padre, cada día más distante,

y, sin embargo, cada vez más cerca.

Mi hijo, que aparece con sus ganas

de vivir, y me rompe los esquemas.

Y, aunque lo dudes, tú,

que me soportas o que te rebelas

cuando reniego o callo, que compartes

mi malhumor y mis miserias.

Y poco más... Es todo lo que puedo

llamar amor a los cuarenta.

Y otro, que titula La tentación, como epílogo de cuantos vienen en el libro:

El leve roce de su pelo negro

al mover la cabeza, sofocada.

El roce de su mano, en un descuido,

sobre mi mano, en la sudosa barra.

El roce de su cuerpo, en una curva.

Sus pechos, al cargar en la parada

el autobús. El roce de sus muslos

casi desnudos... Sin palabras,

bajamos. Por caminos diferentes

nos fuimos alejando, y no hubo nada.

Leer a Javier Salvago es escuchar al escritor en voz baja; sus páginas son visiones que rumia a solas en su afán diario ante su banco de trabajo y sus herramientas: un folio, algo que pinte, su mesa, la soledad del estudio y su mirada al abismo de la hoja en blanco para ver cómo el alma se precipita hasta el fondo, al puro misterio, allá donde suena el venero de los versos.

Los mejores años Javier Salvago. Editorial Renacimiento. Sevilla

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