cine y lecturas de verano

La maldición de la luna llena

  • Mientras a los vampiros se les ha consagrado obras literarias importantes o, cuanto menos, famosas, el pobre licántropo, como aquel coronel latinoamericano, no tiene quien le escriba

Las leyendas del vampiro y del licántropo son ramas de un tronco común y ambas quimeras comparten algún que otro apetito y atributo; ciertas tradiciones folclóricas los funden en una misma entidad. Una rápida ojeada a sus respectivas bibliografías, sin embargo, deja al descubierto las diferencias: mientras a los Señores de la Noche se les ha consagrado obras literarias importantes o, cuando menos, famosas (Bram Stoker, Richard Matheson, Anne Rice), el pobre licántropo, como aquel coronel latinoamericano, no tiene quien le escriba (O casi, no debiéramos olvidar las preciosas aportaciones al tema de Robert Louis Stevenson, Angela Carter o Pilar Pedraza). Una sensación similar se tiene al repasar su filmografía; las grandes películas escasean, de ahí que cierta cinefilia haya exagerado la importancia de algunas. Hace un par de años, cuando se estrenó la muy apreciable El hombre lobo (2010), dirigida por Joe Johnston, el crítico Antonio José Navarro recordaba: "al no contar […] con una potente base literaria, su cristalización en la gran pantalla viene dada por medio de leyendas, relatos dispersos y un interesante proceso de retroalimentación cinematográfica". Así es o así ha sido.

En general, y con todas las excepciones que quieran, el Séptimo Arte ha abordado con mayor arrojo historias consideradas de segunda categoría en ámbito literario. En el cine, dada su naturaleza industrial, la categoría la establece el presupuesto, no la materia prima, y los mejores narradores y los mayores recursos se han puesto al servicio de argumentos que numerosos santurrones de la literatura apartarían a un lado entonando un lastimero Vade retro. El cine nos ha ayudado a muchos a liberarnos de enojosos apriorismos: no hay grandes temas que generen sistemáticamente grandes obras; lo que hay son ideas con más o menos posibilidades, susceptibles de convertirse en grandes relatos de mediar las pertinentes dosis de esfuerzo e imaginación. Esta actitud ha influido en literatos hodiernos como Glen Duncan. En El último hombre lobo (Reservoir Books) pesa más una imaginería cinematográfica que novelística, lo que no ha supuesto ningún impedimento al autor para construir un artefacto narrativo de primer orden, osado, penetrante y la mar de divertido.

El último hombre lobo no apela a coartadas posmodernas para legitimarse. Glen Duncan propone un relato de terror puro y duro. Su protagonista, Jacob Marlowe, es un licántropo con un historial asesino de casi dos siglos a su espalda. Cierta organización internacional, Comfo (Control Mundial de los Fenómenos Ocultos), ha llevado al borde de la extinción a los de su especie. Marlowe sería el último de ellos, pero éste ha alcanzado ese punto en el cual todo te importa un pimiento y tiene decidido esperar a la próxima luna llena y zambullirse voluntariamente en una lluvia de balas de plata -sus perseguidores podrían matarlo en cualquier momento, pero aguardan la metamorfosis para hacer la cacería más emocionante-, y hete aquí se suceden diversos hallazgos que lo obligan a reconsiderar su situación. Por un lado, Marlowe descubre la existencia de una hermana loba, un licántropo hembra; por otro, en el interior de Comfo aparecen voces contrarias a eliminar lo que da sentido a sus vidas: se podría perpetuar la raza, afirman, de manera controlada. Invito al lector a desatar por su cuenta algún otro nudo argumental; sólo diré que hay vampiros de por medio.

Glen Duncan hace gala de una prosa 'salvaje' que, salvando las distancias, recuerda la poesía de William Blake. Hay fragancias irreverentes, puñaladas impertinentes, y un humor destroyer muy de agradecer en una trama que tensa la credulidad del lector hasta su punto de ruptura, cuidándose de no dar el tirón postrero que dé al traste con todo. Las influencias cinematográficas son, como decía, cuantiosas. El prolongado diálogo del licántropo con sus víctimas hace pensar en aquella peliculita, no sé si se acuerdan, titulada Un hombre lobo americano en Londres (1981) de John Landis. En cambio, la atávica enemistad entre hombres lobos y vampiros ha sido tomada en préstamo de sagas contemporáneas como Underworld o Crepúsculo, pero Glen Duncan jamás cae en las simplezas de éstas. Ni decirlo tiene, la viabilidad cinematográfica de El último hombre lobo es enorme. Ahora bien, si la película quisiera hacer justicia a la novela, el director elegido tendría que poseer las mismas virtudes de Glen Duncan: esto es, inteligencia, insolencia e inventiva.

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