el adiós de leonard cohen

So long, Leonard Adiós al trovador ascético

  • El escritor y músico canadiense murió el lunes a los 82 años en su casa de Los Ángeles y ha sido enterrado ya en su Montreal natal

So long, Leonard Adiós al  trovador  ascético

So long, Leonard Adiós al trovador ascético / Eloy Alonso/ reuters

Nadie como él ha susurrado de forma más profunda y emocionante para insuflar verdad y un temblor sagrado a tantas y tantas canciones. Pocos cantantes han iluminado y se han fundido tan íntimamente con la educación sentimental de millones de personas, de cuantas generaciones se han sentido tocadas por sus palabras. De sus discos se sale siempre reconfortado, si no elevado, como si el mero roce con su voz áspera y litúrgica bastara para sentirse más sereno, más sabio, más noble en las derrotas del corazón y las trampas de la vida. Canciones, dijo una vez este cartógrafo del deseo y sus contradicciones, que siempre quisieron ser como "el beso de la madre al inicio de la guerra".

Leonard Cohen murió el pasado lunes a los 82 años en su casa de Los Ángeles y está ya enterrado en Montreal, su ciudad natal, pero no fue hasta ayer cuando su familia lo hizo público. Ya saltaron las alarmas hace menos de un mes, el 21 de octubre, cuando publicó You Want It Darker, un disco que es un epílogo y un testamento, un gesto semejante al realizado por David Bowie en su Blackstar en este mismo 2016 de infausta suerte para los grandes mitos musicales de la segunda mitad del siglo XX. "I'm ready, my Lord", canta en ese álbum un Cohen que confesó hace poco, en su última entrevista conocida, publicada por The New Yorker, que le había costado reunir fuerzas para rematar algunas canciones y que estaba "preparado para morir". No es de extrañar que el hombre que hizo del envejecimiento una de las (más) bellas artes haya sido discreto, elegante y ascético hasta el final. No en vano ha sido el caballero intachable por antonomasia de la música popular, en la que siempre fue una especie de extraño, no tanto un intruso como un artista irreductible a un molde genérico.

Leonard Cohen llegó a Nueva York en 1966, dispuesto a probar suerte tocando sus escuetos arpegios de guitarra para acompañarse cantando sus versos. Era ya escritor, lo que fundadamente cabe pensar que se sintió siempre, por encima de todo. En Canadá había publicado varios poemarios (Comparemos mitologías, Flores para Hitler, La caja de especias de la tierra, Parásitos del paraíso) y un par de novelas (El juego favorito, Hermosos perdedores), pero se sentía desubicado y, tras pasar una temporada desentumeciéndose al sol de la isla griega de Hidra (allí conoció y se enamoró de la Marianne de So long, Marianne, una canción para escuchar con lágrimas en los ojos ahora más que nunca), alentado por su nueva musa, decidió darle un giro a su vida.

En el Nueva York de los modernos y airados trovadores, para los estándares de una época hechizada por la juventud, Cohen era demasiado viejo, demasiado burgués, demasiado erudito, demasiado introspectivo, demasiado compungido y seguramente hasta demasiado canadiense y medio europeo. El judío pijo y trajeado, serio y devoto lector de las Sagradas Escrituras y el Talmud, de los cantos medievales del poeta hindú Kabir, los Salmos del Rey David y la poesía surrealista de Lorca, de los románticos ingleses (Keats, Yeats...) y la tradición mística de los sufíes, en fin, estaba a lo suyo, no muy en la onda, lo que le valió algunas burlas -afectuosas- como la de Janis Joplin, amiga y legendaria amante fugaz (detalles, como siempre con finura, en Chelsea Hotel) que una vez, al verlo llegar a uno de los bares de la bohemia oficial, le preguntó si iba a recitarle sus poemas "a las viejas".

Debutó con Songs of Leonard Cohen (1967), una de sus obras maestras, donde empezó a fundar su repertorio emblemático, canciones como la citada So Long, Marianne o Suzanne. Llegó luego otro de sus grandes álbumes, el espartano Songs from a Room (1969), y más tarde los también inspiradísimos Songs of Love and Hate (1971) y New Skin for the Old Ceremony (1974). Death of a Ladies' Man (1977), Recent Songs (1979) y Various Positions (1984), discos a ratos irregulares, pero con gemas de experiencia y emoción estilizadas y a la vez en carne viva, fueron las obras de un cantautor -aunque cantautor, en su acepción actual, es un término que por descontado se le queda pequeño- ya consagrado, cada vez más cómodo en su depurado estilo, esa suave y tersa melopea cantada, susurrada cada vez más, por una voz áspera y grave, que abrigaba y envolvía con su rumor hipnótico.

Llegaron los 80. Para entonces Cohen era admirado y celebrado, pero se encontraba aún lejos de obtener el reconocimiento masivo del que pudo disfrutar a partir de esos años. Curiosamente (o no), su trabajo más recordado -y el más discutido- de aquella década es un volantazo insospechado: en I'm Your Man (1988), de repente, el cantor folk de los abismos del alma reaparecía convertido en un crooner techno-pop, riéndose de la solemnidad que algunos le criticaban y de su fama de mujeriego, con crapulosas gafas de sol y un plátano a medio pelar en la mano. No pocas de sus canciones más reinterpretadas por otros -I'm Your Man, Take this Waltz, Tower of Song, First We Take Manhattan o Everybody Knows- se sumaron, con esos nuevos aires, más pop, más juguetones y autoconscientes, al gran repertorio donde figuraban ya Hallelujah, The Partisan, Dance Me to the End of Love, Famous Blue Raincoat, Bird on the Wire, Hey, That's No Way to Say Goodbye, Jean of Arc o Tonight Will Be Fine, por citar sólo algunas. En esa época nació el Cohen liberado del corsé generacional. En una remota entrevista, el artista recordaba divertido el entusiasmo que despertó entre muchos grupos punk de la época, que vieron en la combinación de pesimismo invencible y anhelante apetito carnal de aquel cantante que escribía poemas, o en aquel poeta que cantaba, qué más da, un epítome de la autenticidad.

La vida interior de Cohen fue extremadamente tumultuosa, una pugna permanente entre su intensa vitalidad y las depresiones cíclicas que lo acecharon toda la vida. Pese a la imagen venerable y casi beatífica de su última etapa, ni su historial de conquistas sexuales ni su surtido variado de adicciones palidecerían frente a cualquier rockero oficial, como reflejaba Soy tu hombre. La vida de Leonard Cohen, la espléndida y exhaustiva biografía de Sylvie Simmons (Lumen, 2012). Harto de tanta inestabilidad emocional, el artista se apartó del mundo durante una larga temporada en los años 90. La historia es bien conocida: durante su reclusión en un monasterio budista en Los Ángeles, su representante, Kelley Lynch, le hizo un agujero en la cuenta corriente que lo dejó al borde de la ruina.

A ese triste y rocambolesco episodio le deben los aficionados de todo el mundo el regreso de Cohen a los escenarios. El de un hombre frágil e imponentemente digno, lleno de gratitud y humildad, con una voz cada vez más cavernosa y crepuscular, que publicó Old Ideas (2012), Popular Problems (2014) y el recentísimo You Want It Darker. Si lo que dijo aquel es cierto, que enseñar a morir es enseñar a vivir, Cohen ha estado ejerciendo su magisterio literalmente hasta el último suspiro. Dan ganas de tener un sombrero fedora como el suyo sólo para poder quitárnoslo.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios