Cultura

La fotografía como escuela de la mirada

  • La Fundación Mapfre dedica una completa y cautivadora exposición a Albert Renger-Patzsch, que dio forma a una nueva poética de la civilización industrial plena de potencialidad metafórica

La fotografía como escuela de la mirada

La fotografía como escuela de la mirada

El alemán Albert Renger-Patzsch (Würzburgo, 1897-Wamel, 1966) produjo fotografías pero, ante todo, miradas. Lo hizo desde sus primeros años: sus precisas imágenes de cactus y orquídeas evitan el detalle pintoresco y la tentación de la belleza para subrayar la exactitud de la forma, como testimonio de un orden, el de la naturaleza, que se manifiesta en los más pequeños detalles. En esos mismos años, su cámara recoge otro orden, el de la producción industrial. Humildes husos de hilo de algodón, con la forma precisa para tejer, complicada red de aisladores en un tendido de alta tensión, exacta estructura de la biela de una locomotora. No descuida tampoco el objeto cotidiano: reflejos y luces de vasos y copas sobre una mesa, o el limpio volumen del canalón bajo el alero. Su atención se dirige a cuanto no suele verse porque la mirada pasa sobre ello sin apenas tenerlo en cuenta.

Sin duda, en su afán de exactitud hay un entusiasmo cercano a la confianza que depositaron en el positivismo ciertas concepciones de la ciencia. Pero más allá de semejante afán, su trabajo, como el de Karl Blossfeldt, manifiesta un precioso valor de la fotografía: el ojo de la máquina recoge, fija y muestra lo que el ojo físico no llega a ver. La fotografía por tanto altera la percepción, ampliándola. La abre al mobiliario del día a día. La mirada buscará desde ahora cosas que antes apenas tuvo en cuenta y ahora sabe que forman parte de su vida. Las fotos de Renger-Patzsch son pues una escuela de la percepción.

Estos objetos rescatados de la insignificancia distan de ser curiosidades, meras formas atractivas. Son fragmentos de un mundo hasta ahora privado de impulso poético. La exacta imagen de su sencilla apariencia se convierte en signo del modo en que se organiza y articula la vida. Cada uno de esos objetos tiene un potencial metonímico: son la parte que hace presente un todo que llamaríamos mundo. Puede llegarse más lejos: cada objeto es una invitación a la metáfora. La forjará o no el espectador.

En este sentido Renger-Patzsch es plenamente moderno: saca a la luz los rasgos y los materiales de una nueva poética como la que descubren los maestros de la Bauhaus con sus diseños que hacen innecesario el mueble popular y pedante el llamado de época. En este itinerario moderno, Renger-Patzsch da un paso más cuando en 1929 se traslada a Essen y recorre las minas y siderurgias del Ruhr. La civilización industrial conforma un inusitado paisaje. Desfigura el campo -lo deja baldío, lo cubre de escombreras, lo rompe en canteras o minas- pero no lo anula: las casas se levantan sobre lomas de residuos mineros y unas vacas buscan raquíticas hierbas ante un horizonte de acerías y siderurgias. Son imágenes de una tierra de nadie. Las orgullosas verticales de la industria (chimeneas, elevadores, torres de refrigeración, que en su decadencia las fotografiarán Gerd y Hilla Becher) se levantan junto a casas desmedradas y tierras sin identidad. Estos espacios, a punto de dejar de ser lugares, los recogieron los postimpresionistas en París pero sin renunciar a su extraña y melancólica belleza. Renger-Patzsch les hace mayor justicia: los capta con su característica mezcla de vigor y desamparo, prepotencia (los griegos dirían hybris) y ruina.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Renger-Patzsch se dedica sobre todo al paisaje. Lo había hecho en sus primeros años, con fotos de la isla Langeness cuyo bajo horizonte tienen resonancias de la paisajística romántica pero a mi juicio, más que despertar la tradición de lo sublime, el autor, al bajar el horizonte, quiere acumular planos verticales, comprimiéndolos. Algo similar ocurre en otra imagen del mismo año, 1926, Bosque de abetos en invierno: la mirada frontal, la cercanía de los árboles y el mismo horizonte bajo hace que se compriman los planos verticales en una imagen que evita cualquier elemento narrativo en beneficio de la presencia silenciosa pero potente del objeto. Ese modo de concebir la imagen le da -se ha dicho- calidad constructiva, como ocurre en el Nodo del puente en celosía de Duisburgo-Hochfeld (1928), pero también permite la fuerza de ciertos planos de sus últimas fotos de enclaves naturales, como la pared de Basalto en el Eifel (1962).

Hay otro valor formal, el ritmo. Merece la pena comparar la imagen de las escaleras barrocas de una de las entradas al Zwinger de Dresde (1928) con la Ola, dos años anterior: en ambas imágenes la perspectiva, buscada expresamente con la oblicua, da solidez a la imagen mientras la ondulación de los escalones y la espuma ofrecen un valor contrario. Parecido contraste se da entre la estructura vertical de Haya llorona (1957) y los planos quebrados que producen las hojas.

La exposición da sobrada cuenta de la ejecutoria de un autor que fue sin duda un pionero en mostrar que la fotografía era por sí misma un modo de hacer arte sin necesidad de imitar o emular a ningún otro.

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