Cultura

El cuaderno filosofal

  • El tomo 13 de 'Death Note' es una guía de lectura sobre la serie de Ohba y Obata

Tsugumi Ohba y Takeshi Obata. Editorial Glénat. 280 páginas. 15 euros

Fue mi querido amigo Luis quien me avisó de la existencia de Death Note, hará un par de años, después de que este hubiese visto unos cuantos episodios del anime que adaptaba el manga original. No es que su recomendación fuese particularmente encendida pero hizo hincapié en lo adictivo de la trama y en lo atractivo de los personajes centrales del invento, síntomas inequívocos de esa clase de fenómenos comerciales a los que, por un motivo u otro, casi siempre vale pena asomarse.

Y compulsivo como soy, allá que fui y me hice de una buena vez con los doce tomitos editados por Glénat -todo sea dicho, era aquella una época de vacas gordas-, la estupenda firma dirigida por Joan Navarro. Comencé la lectura con convicción, 400 o 500 páginas al día durante un par de jornadas de asueto, hasta que los aburridos vericuetos de los volúmenes centrales acabaron por expulsarme de la serie y, confesémoslo, me hicieron sentir un poco estafado. Pero como resulta que también soy metódico, el mes pasado, coincidiendo con la publicación de Death Note 13, subtitulado explícitamente Guía de lectura, me armé de valor y recomencé la tarea, dispuesto a llegar al final de este tebeo generacional que tanta bibliografía y mercadeo está generando. Pues, antes que nada, Death Note es una máquina de hacer dinero, una franquicia nacida del manga editado en la revista Shonen Jump entre finales de 2003 y mediados de 2006 y que abarca no sólo el anime de Tetsuro Araki antes citado sino tres filmes japoneses de imagen real, un buen número de suplementos impresos -entre exégesis, libros de ilustraciones y pastiches-, infinitos muñequitos, videojuegos y hasta el anuncio de una producción hollywoodiense. Si hacemos caso al oráculo de Jimmy Wales, y por dar una cifra inicial: "En junio de 2008, [sólo] el manga había logrado vender más de 26 millones de copias en Japón".

Death Note, para el que no lo sepa aún, relata la existencia en nuestro mundo de unos cuadernos capaces de provocar la muerte de todo aquel cuyo nombre haya sido escrito en sus páginas siempre que el poseedor de la libreta visualice el rostro de la persona a la que desea fulminar. La forma de morir y las circunstancias del fallecimiento dependen de una interminable ristra de reglas asociadas con los citados cuaderno asesinos, y estas reglas determinan el desarrollo de la trama y los diversos giros argumentales a los que me referiré más adelante. El protagonista, Light Yagami, un estudiante japonés atractivo e inteligente hasta sobrepasar lo fantasioso, se hace por casualidad con un death note y descubre que el cuaderno en cuestión está ligado a Ryuk, un shinigami o dios de la muerte según la mitología japonesa -monstruos tradicionales que parecen estar viviendo una segunda juventud gracias a la iconografía contemporánea del manga-. Seducido por el poder del mortífero instrumento, Light asume la personalidad de Kira -deformación fonética del inglés killer, asesino-, y decide dedicar su tiempo a eliminar a todos los criminales de la faz de la tierra como medio para auspiciar una sociedad utópica carente de malhechores.

El asesinato sistemático de delincuentes por parte de Kira desencadena primero el miedo de la población y luego una especie de culto a la figura mesiánica, elevada internacionalmente al altar de lo divino, que está comprometido con el destierro de la maldad del mundo. Pero a esta utopía de tintes adolescentes se opondrán -gracias a Dios, uy, perdón- al menos tres aspectos de la historia ideada por Tsugumi Ohba, o mejor consideremos cuatro. El primero de ellos es la personalidad del propio Light, un niñato pagado de sí mismo que se autopropone como epítome de las excelencias de la raza humana y que, dicho sea sin acritud, resulta el protagonista más cargante y antiempático que recuerdo. Bien es cierto que la genialidad, siempre ad hoc, de Light le salva continuamente de las distintas trampas pergeñadas por las fuerzas del orden, pero no es menos cierto que su chulería y suficiencia son las que le fuerzan de modo invariable al tiento, al reto permanente, puesto que lo que sin duda le pone es demostrar al lector que es más listo que nadie. El retrato psicológico del personaje se completa -sé que esto no viene a cuento de lo anterior pero no quería dejar de mencionarlo- con una misoginia fomentada por las escasas féminas de la serie, sandias redomadas que apenas cumplen a la trama la escatológica función de estar permanentemente en celo, dispuestas a cumplir la voluntad del guaperas alfa en virtud de una especie de casto y devoto masoquismo emocional.

También los shinigami, aparentes aliados de los poseedores terrenales de los distintos cuadernos que irán saliendo a lo largo de la serie, se interponen entre Kira y su utopía, toda vez que su simpleza mental y su aparente inacción han de ocultar unas motivaciones propias al margen de lo humano, seguramente perversas. Y las ocultan, qué duda cabe. Para el que no conozca la serie, añado que los shinigami de Death Note son un cruce entre el Marlon Brando motorista y pandillero y el indio de Alguien voló sobre el nido del cuco, con su poquita de roña. Obviamente, el tercer elemento serían las citadas fuerzas del orden, dirigidas por el mísmisimo padre de Light Yagami, quien desconoce los extraños hobbies de su hijo; sobre estos agentes, padre incluido, poco hay que decir salvo que su coeficiente intelectual difícilmente alcanzaría el estándar de normalidad estadística.

El cuarto elemento del guión que se opone al advenimiento de la nueva sociedad es una letra mayúscula: L. Bajo este apodo se esconde el que seguramente es el personaje más carismático de la serie, confeccionado como antagonista de Light. Es también superinteligente pero con marcados problemas de socialización y hasta de modales -no puede parar de ingerir dulces, habla con una insultante franqueza, apenas sale a la calle, odia los zapatos y gusta de sentarse con los pies en la silla, amén de otras lindezas que convendría psicoanalizar-. Es desaliñado, ingenuo, tierno. Y rico. Se presenta como la única persona capaz de medirse intelectualmente con Kira y pronto hace que las fuerzas de la ley, y el propio Light -la trama se enreda pero mejor léanse el tebeo-, trabajen a su servicio. En mi opinión, el duelo Light-L es atrayente y divertido, y el propio L tal vez sea la creación más vívida y singular de la serie.

Y ahora sí, las consideraciones finales. Death Note se caracteriza por un vaivén inagotable de giros argumentales que provocan cierto mareo y no poco cansancio -todo sucede así porque tiene que suceder así, no busquen más explicaciones; una vez asumido lo artificioso del asunto, el chiste está en la infinita repetición de esquemas-, los diálogos son insólitamente copiosos para un shonen y tan artificiales que acaban teniendo su aquel, y el final llega cuando llega, no como consecuencia de nada sino porque sí, ya puestos la cosa podía haber durado otros doce tomos. Las secuencias finales y el epílogo levantan la media y esta especie de goticopunk de reminiscencias cristianas y sazonado de homofilia, abono fértil para el cosplay, alcanza un éxtasis místico.

Mención aparte merecen los dibujos de Obata, a los que Death Note debe una enorme parte de su éxito: espectaculares, ágiles -sobre todo cuando no están lastrados por los tochos de Ohba-, con un magnífico sentido del ritmo y la composición y un aspecto moderno, anguloso y elegante, un interesante uso de las tramas y un entintado de calidad sobresaliente.

Ah, por cierto, el tomo 13 es, como indica el subtítulo una guía de lectura; incluye entrevistas a los creadores, datos variopintos y el episodio piloto que precedió a la serie, protagonizado por el shinigami Ryuk y otro incauto chaval. Un libro muy cuco pero de letra minúscula que celebra la existencia de esta exitosa y singular fantasía contemporánea.

l crashcomics.blogspot.com

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios