Cultura

Aquí estoy, mi Señor

  • Muy poca gente ha creado tanta belleza con tan pocos elementos, pero en su último disco llegó aún más lejos

Q style="text-transform:uppercase">uino Castro me mandó hace años una foto que le hizo a Leonard Cohen en un café de Lisboa. A Cohen no le hizo gracia que se le acercaran con una cámara mientras estaba desayunando, pero dejó de leer el periódico, se irguió y sonrió de esa forma cansina que nunca sabremos si era burlona o solemne, o las dos cosas a la vez. Guardé esa foto hace tiempo y ya no sé dónde está. Pero cada vez que oía una canción suya -y lo he hecho a menudo durante estos años- esa sonrisa de Cohen siempre se me hacía presente. Se suele decir que sus canciones eran oscuras y desesperadas, pero yo no estoy muy seguro de que fuera así. En sus canciones, por tristes que parecieran, por desoladas que sonasen, siempre asomaba la certeza de que valía la pena vivir. No creo que nadie se haya suicidado nunca escuchando a Leonard Cohen. Más bien al contrario: estoy seguro de que más de uno, cuando ya tenía un pie en el exterior de la ventana o sostenía el frasco de somníferos en la mano, se acordó de unos versos de Cohen, o de un arpegio de guitarra, o de uno de sus incomparables coros femeninos, y de pronto decidió que no valía la pena lanzarse al abismo.

Cualquiera que posea una mínima sensibilidad sabe que Leonard Cohen era un grandísimo poeta, pero no hay que olvidar que también era un gran músico. Recuerdo bien que estábamos tan pendientes de entender la letra de Suzanne -con la ayuda de un diccionario- que al final nos perdíamos los delicados arreglos de cuerda o el sutil fraseo de la guitarra. La Suzanne real de la canción -esa mujer que le ofrecía a Cohen té y naranjas mientras los dos oían las campanas de la iglesia de los marineros- estaba casada con otro hombre y la relación que mantuvieron no pasó de ser una relación de amistad ("He tocado tu cuerpo perfecto con mi mente", recitaba Cohen). Pero una vez, muchos años después de haber dejado de ver a Cohen, la Suzanne real entró en un supermercado y oyó una canción que hablaba de una mujer que se llamaba como ella, y justo entonces reconoció la voz quejumbrosa de Cohen y supo que aquella canción la había inspirado ella misma, que nada sabía ya de Cohen ni mucho menos de su nueva carrera de músico. Tiempo después, ya en los 70, Suzanne estaba bailando en una plaza de Montreal -era bailarina, o más bien quería ser bailarina- cuando vio que se acercaba Leonard Cohen. Ella dejó de bailar y le hizo una reverencia, pero el cantante se dio la vuelta y se fue de allí. Unos dicen que no la reconoció, pero otros dicen que ya no tenía ningún interés en volver a verla. Al final, Suzanne Verdal acabó siendo una homeless que vivía con sus siete gatos callejeros en California.

Pero ¿qué importa eso cuando escuchamos sus canciones? Cada vez que me pregunto cuál es la canción que más me gusta, pienso en Suzanne, en So Long, Marianne, en Joan of Arc, en Chelsea Hotel, en The Ballad of the Absent Mare, en Bird on the Wire (y en tantas y tantas más), pero justo cuando me decido por una, enseguida me acuerdo de otra mucho menos conocida -The Guests, Famous Blue Raincoat, Sisters of Mercy, The Gypsy Wife- y ya es imposible saber por cuál me decido. Pero supongo que eso es lo que define la obra de un gran artista: cuando vamos a elegir una canción, un libro, una película, un poema, siempre que elegimos uno, al instante pensamos en otro más, y luego en otro más y así hasta que volvemos al punto de partida. Y por mucho que lo intentemos, nunca logramos encontrar una canción o un libro o una película que nos parezcan la mejor. No, nunca. Siempre hay otro libro u otra canción mejor -o igual de buena- esperando.

La vejez de Cohen ha sido generosa. Sus últimos discos están repletos de hermosas canciones. Pero es el sobrecogedor You Want It Darker, publicado hace apenas un mes, donde Cohen ha llegado más lejos que en ningún otro. Compuesto cuando ya sabía que apenas le quedaba vida, Cohen hacía cantar en la canción del título al coro de una sinagoga y a un cantor litúrgico judío. "Estoy preparado, mi Señor", recitaba -o rezaba, o gemía, o rugía, o cantaba- en esa hermosísima despedida que es You Want it Darker. "Aquí estoy, mi Señor. Estoy preparado", decía Cohen. Y el coro repetía su oración (o su súplica, o su lamento, o su tormento, o su éxtasis). "Aquí estoy, mi Señor".

Muy poca gente ha creado tanta belleza con tan pocos elementos. Muy poca gente ha hecho tanto con tan poco. Y lo que en cualquier otro artista podía parecer una exageración o una falsedad impostada, en Leonard Cohen sabíamos que era verdad. Y esa verdad seguirá aquí, con nosotros, mientras quede una sola persona en el mundo que conozca el significado de la palabra alma, el de la palabra belleza o el de esa misma palabra, verdad.

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