Fila siete

Intriga política

No sé qué pasará este viernes con las listas de las películas más taquilleras del momento, pero de momento cuando compongo esta crítica Red de mentiras ocupa el primer puesto, que ha escalado nada más estrenarse en las pantallas españolas. Yo no sé si al personal le pone, le mola o le alucina -por usar los términos horteras que hoy componen el limitado lenguaje común-, el llamado star system, es decir los nombres famosos encabezando los repartos de las películas o es que los lanzamientos mediáticos con intrigas políticas, despiertan el apetito de unos espectadores que sólo reaccionan ante semejantes títulos.

Estamos ante una de las habituales maneras de entender y hacer el cine de Ridley Scott, obviamente muy lejos de Alien, el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982), y no exenta de ese look que últimamente ejerce de poderoso talismán para fáciles amantes de ídolos del cine, ya que al contar con Leonardo di Caprio y Russell Crowe, se asegura la máxima atención e incluso portadas o páginas de publicaciones a las que el cine les importa un bledo. Y no es que uno desdeñe el talento interpretativo de ambos actores, pero muchas veces hace falta poco más para emprender una película que puede sumarse a esa red de falacias que ostenta el título.

Tiene otro atractivo esta película para los aficionados al cine de acción a cualquier precio, que son muy numerosos: el dinamismo de su relato, que, aunque no entusiasme, entretiene, que ya es bastante. Pero me imagino que serán muchos los que, mediada la narración, lo tienen todo muy previsible. Porque en general el film no tiene nada de excepcional y sí mucho de puro espectáculo propio de un thriller con implicaciones políticas, en este caso con un agente de la CIA que viaja por diferentes países de Oriente Medio tratando de neutralizar las peligrosas acciones de grupos terroristas islámicos. Su jefe, en su despacho o en su propia casa, toma decisiones que arriesgan aún más las comprometidas actividades de su subordinado.

Yo diría que Ridley Scoot, que es un maestro de la narrativa cinematográfica, no es tan admirado ni admirable por lo que nos cuenta -en esta ocasión por la obviedad del asunto, la ausencia de sutileza en la historia y la ostensible falta de inteligencia en el relato- sino por la forma de contarlo. El guión de William Monahan, autor de Infiltrados (2006), de Martin Scorsese, muy superior a éste, en su adaptación de la novela de David Ignatius, periodista de The Washington Post, ha preferido seguir la tibieza narrativa que la crítica reprochó al autor del libro. Por supuesto que Ridely Scoot tampoco la ha mejorado a pesar de sus habilidades en la puesta en escena, llenas de complejidad por otra parte. Las conversaciones de Russel Crowe con su manos libres resultan verdaderamente inefables.

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