Cultura

'Hallelujah' por Cohen

  • El autor, que lograba conmover con sus creaciones, convirtió ese mítico tema en un himno que acompañaba

Hace poco escuché decir en un velatorio que un muerto bien arreglado siempre huele a gel Moussel y a tarta de manzana. Desde luego dan ganas de morirse para probar si esto es así. "Estoy preparado para morir", dijo hace nada Leonard Cohen. Pero se nos ha ido sin que podamos preguntarle si la muerte huele a eso, al gel de esa marca en concreto y a esa tarta exactamente y no a otra. Lástima.

Algunos pocos, como Cohen, tienen la virtud de ser elegantes cuando ya empiezan a sentirse póstumos. Alguien dijo que la vida es una muerte que nos lleva tiempo. Uno cree que las canciones de Cohen (el amor, la religión, la angustia urbana) han sido como una forma de versionar la muerte que nos lleva tiempo. El místico enjuto, el cantante de voz umbría siempre nos ha acompañado del modo en que a veces sentimos cierta música. La música es un estado de ánimo y escuchar a Leonard Cohen nos hecho tocar la flor de loto, que es la flor del olvido. Los bromistas siempre nos dijeron que para deprimirnos como Dios manda Leonard Cohen resultaba infalible. Muchos les hicimos caso. Les damos ahora las gracias porque lo hemos disfrutado mucho.

Uno teme dar la monserga con las cuitas nostálgicas que ahora, muerto ya el oscuro hombre delgado, nos invaden. Pero ya digo que escuchar a Cohen ha sido siempre como un estado de ánimo, un momento en el tiempo, una imagen recurrente y no otra. Cuando uno era joven estudiante en Navarra -allá por el Neolítico- solía ver siempre a su compañero de piso en su habitación, mientras éste observaba, meditabundo e inmóvil, sus trabajos de arquitectura. Lo hacía como quien admira los cimientos donde se alza la ilusión de Babia. De fondo casi siempre tenía a Leonard Cohen. Los compañeros de piso bromeábamos con él. Había quien ponía a Barricada -vivíamos en Pamplona- para compensar aquella tristura. Cuando se es joven, como dice Borges, uno siempre intenta ser infeliz por aquello de cierta estética complaciente. Idioteces, sí. Pero era verdad que escuchar a Cohen, de estudiantes a ya talludos, siempre nos ha vuelto sentimentales y un poco infelices del modo más grato.

Pero, aparte de los recuerdos íntimos y peguntosos que uno asocia con Leonard Cohen, lo cierto es que hay otra asociación a la que suelo acudir del modo más políticamente incorrecto posible. Recuerdo hace ya tiempo un artículo de Francisco Bejarano en este mismo diario en el que hablaba sobre Israel, con motivo de una de las tantas guerras que por entonces enfrentaba a su ejército en El Líbano. Decía Bejarano que para él, desde niño, los soldados israelíes siempre fueron sus héroes favoritos. Israel, un goterón de país, acosado por enemigos árabes por todas partes, y que siempre resultaba vencedor en aquellas guerras de los Seis Días, la del Yom Kipur y otras tantas. Por decir estas cosas nos pueden llamar halcones del Likud, hijos del Mosad y otras cosas aún más honorables. Pero lo cierto es que había algo de cierta admiración sentimental en aquello que decía Bejarano y que uno también suscribía en secreto. La radio del ejército israelí solía poner la canción Hallelujah de Cohen para avivar la moral de la tropa. Lo recordaba el escritor José Carlos Llop -hijo de militar- en otro artículo estupendo y tal vez inconveniente. No hallo una imagen mejor que la de un reservista israelí escuchando Hallelujah después de haber hecho una guardia junto a los Altos del Golán.

Uno, en fin, es culpable de estas excentricidades de la memoria. El caso es que Hallelujah, de entonces a ahora (y más allá de sus bélicos estímulos), siempre ha sido como un himno de compañía. En el DVD Songs From The Road, que recoge su gira mundial a sus 72 años, aparece Leonard Cohen cantando el himno en el Coachella Music Festival, en Indio (California). El judío Cohen, enjuto como siempre, luce una cinta de calicó blanco, muestra de luto. Y lo acompañan las cristalinas voces de las Webs Sisters y de la imprescindible Sharon Robinson. La he escuchado cientos de veces, tarareando la letra como quien lee el Talmud. Ahora es ya el himno de un obituario, como tal vez siempre lo ha sido.

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