Crítica cine

...Y el Guadalquivir les acunó

El discurrir del II Festival Flamenco Ciudad de Huelva va unido a los compases que la organización tiene previsto para que toda la jornada completa abarque actos a lo largo de la mañana, tarde y noche, así como también a lo largo y a lo ancho de la geografía urbana en donde el municipio dispone de espacios escénicos, ya sean propios ó cedidos para tal fin, como está en este caso la Fundación Cajasol.

El jueves, los aficionados no tuvieron que moverse de la Casa Colón. En ese bello edificio de estilo colonial y victoriano inglés, de la segunda mitad del siglo XIX, se celebraron los dos eventos programados: actuaciones de las peñas flamencas de La Soleá y Punta Umbría en el precioso patio y jardín que la adorna, así como la proyección, enmarcada en el Ciclo Audiovisual Flamenco, del documental titulado Colección de retratos, de Félix Vázquez.

Qué portento la guitarra de Cortés envolviendo delicadamente a la cantaora por malagueñas

Ya por la noche, el Gran Teatro acogía la celebración de un acontecimiento interesantísimo para la afición y público general. No todos los días se tiene la oportunidad de apreciar la huella de arte y sabiduría que los artistas convocantes iban a dejar sobre las tablas a buen seguro. Y no defraudaron ni un ápice.

Esperanza Fernández Vargas, gitana, nacida en el barrio sevillano de Triana, por un lado; y por otro, Juan Manuel Fernández Montoya que, conocido por la herencia del patriarca de su familia, es nombrado Farruquito. Ambos, dos fenómenos: una en el cante y otro en el baile. Ambos, también, comparten unos historiales que se parecen el uno al otro como dos gotas de agua.

Me explico: son los últimos bastiones, los testigos actuales de dos sagas, de dos familias gitanas capitaneadas por dos patriarcas, respectivamente, que fundaron con su sabiduría y arte un linaje en cada caso, llegando hasta nuestros días enriquecidos, ambos por igual, por un acervo de momentos vividos sobre los escenarios que fueron decisivos para que estos dos últimos vástagos ofrezcan, además de lo que sus personas encierran, los testimonios de la memoria transmitida por sus ascendientes y que los engrandecen cuando de expresar su arte se trata.

Por último, también ambos tienen el mismo origen, en cuanto a la tierra que les vio nacer, una tierra ribereña del río Guadalquivir, ese Río Grande, como la denominación árabe lo nombra, fue testigo de sus primeras miradas al mundo y les acunó al compás del murmullo de sus aguas.

Esperanza abrió el recital acompañada por la guitarra de Miguel Ángel Cortés y un grupo de percusión, palmas y coro compuesto por Jorge Pérez El Cubano, Dani Bonilla y Miguel Junior. Abrió en grande con el cante por malagueñas. Qué portento la guitarra de Cortés envolviendo delicadamente a la cantaora en su ejecución del fandango más flamenco que haber hay en los repertorios; la remató con cantes abandonaos.

En el estadío siguiente se acordó de su Triana natal y nos deleitó con la soleá trianera que tanto cala en la afición, rematada, novedosamente, con el cante de la caña. Las alegrías hicieron acto de presencia en su acrisolada voz de oro viejo transportándonos a los perfiles urbanos de Puerta Tierra padentro.

En ese momento se quedó sola. Sus percusionistas y palmeros salieron del escenario y se fajó con la siguiriya: simbiosis perfecta de la guitarra con la voz cantaora, que además salía de una flamenca que se rebuscaba en lo más hondo y proyectaba sus sentimientos de forma dramática y bella. Extenuada quedó al final de la ejecución siguiriyera.

Volvieron los percusionistas y, en una novedosa faceta que dejó muy grata impresión, arroparon con los nudillos de la mano sobre una mesa, que para tal motivo pusieron, a Miguel Ángel Cortés en un solo de guitarra. La milonga, la guajira y la mariana dieron lugar, después de ser lanzadas al aire, a un cante por bulerías de inspiración jerezana con la Paquera en el recuerdo. Terminó entre el delirio del respetable con unos cantes por Huelva que su amigo José María de Lepe le había pergeñado para tal ocasión.

Y llegó Farruquito. Traía un elenco de tres cantaores/as: Pepe de Pura, Antonio Villar y María Vizarraga, que también hicieron palmas. A la percusión, Antonio El Polito y José Gálvez a la guitarra.

Lo de este flamenco es punto y aparte. Una concepción distinta del baile: pura garra, puro vaciamiento de fuerza motriz sobre la tarima sonora que recogía los acompasados toques de sus botas, ya de forma suave, ya envueltos en un frenesí desbocado que hacía pensar que aquella figura se podía romper por falta de equilibrio pero, de forma inexplicable, no ocurría eso sino todo lo contrario, dejando así un bello ejemplo plástico logrado, eso sí, por el empeño extenuante de este bailaor que deslumbró a todo el mundo.

No estuvo presente en todo su repertorio: siguiriya, tangos, alegrías, soleá y bulerías. No era para menos, hubiera sido imposible intentarlo. No importó ni un ápice porque el esfuerzo fue patente y sobrehumano, tanto, que hasta todos nosotros salimos con el agotamiento en la cara pero felices de haber sido testigos de tanto embrujo y belleza.

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