Cultura

Diosas de la gran pantalla (y III)

En este tercer capítulo sobre las diosas del cine de todos los tiempos no podemos olvidar una fórmula empleada desde antiguo por la industria cinematográfica de Hollywood -imitada también en otras producciones europeas -, conocida como star system. Esto es encabezar los repartos de las películas por primeras y rutilantes figuras, hombres o mujeres, que en ese momento representaran lo más deslumbrante y a la vez más taquillero del ámbito cinematográfico universal. Desde los inicios del Séptimo Arte el sex-appeal, es decir el atractivo erótico o sensual había tenido un singular impacto en los espectadores. Uno de los primeros creadores mágicos del cine fue el genial Georges Méliès, al que Martin Scorsese rindiera cálido homenaje en una película que ha triunfado recientemente en nuestras carteleras La invención de Hugo (2011). Una de las mejores del año.

Méliès utilizaba sus coristas, sus famosas féeries como en los espectáculos arrevistados, resaltando la belleza femenina y sus encantos de una manera que hoy no sonrojaría a nadie pero que entonces acentuaba ciertas intenciones hábilmente mezcladas con los sugestivos argumentos del espectáculo con un expresivo exhibicionismo. La cinematografía de aquel tiempo indagaba en el hallazgo de un lenguaje como método de clara influencia en las costumbres y el imaginario colectivo. A los poderosos atractivos de las divas del teatro -Lyda Borelli, Lina Cavalieri, Pina Menichelli o Francesca Bertini-, convertidas en mitos eróticos, enfrentadas incluso por lograr el ideal estético de la belleza, pasaron en la mayoría de los casos a los estudios cinematográficos.

Surge en el ámbito fílmico, cada día más poderoso, toda una mitología en la que actores y actrices van imponiendo sus nombres y su estela de fama y hechizos, cautivando a todos los públicos y trascendiendo al propio cine. Aparece así el hechizo de las ingenuas con figuras tan significativas como Mary Miles Minter, Mary Brian, y Betty Bronson, incluso la estelar Lilian Gish o la encantadora Diana Durbin, junto a las denominadas vampiresas: Theda Bara, Clara Bow, Carmel Myers que seducía al apuesto Ramón Novarro en el primer Ben Hur (1925), de Fred Niblo; Alice Hollister, Lucille Young, Geraldine Farrar, Bebe Daniels, Gloria Swanson y Marlene Dietrich, precedentes notable de las Joan Crawford, Veronica Lake, Lana Turner o Hedy Lamarr, la sensual intérprete de Sansón y Dalila (1949), de Cecil B. de Mille.

Digan lo que digan el duelo entre el hombre y la mujer, el macho y la hembra, se agudiza de una manera singular en esos años en que el star system sigue en su máximo apogeo. No podemos olvidar en este punto a las explosivas latinas Lupe Vélez, Carmen Miranda y Dolores del Río, a la que Carlos Fuentes, el escritor mejicano fallecido recientemente, consideraba un "rostro sagrado… una geometría de la muerte". Volviendo atrás no debemos eludir en el universo perturbador y desconcertante de Eric Von Stroheim y sus películas con orgías o escenas de burdel bien explícitas en Los amores de un príncipe (1923) y La viuda alegre (1925). Y en ese ámbito mágico de la fascinación nada me apetecería más que ver la Salomé (1923), de Charleas Bryant, basada en la singular obra de Oscar Wilde, protagonizada por Alla Nazimova con los diseños deslumbrantes de Natacha Rambova. En suma un grandioso y arrebatador firmamento constelado por las grandes diosas del cine.

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