Cultura

'Blanco roto', una poesía vital

La lectura de los poemas del primer libro de la joven poeta moguereña Esther Gómez me ha llegado hasta lo más profundo del alma. Porque Blanco roto va mucho más allá de los ecos de un paisaje inundado de cal y amaneceres nítidos. Este poemario nos señala un camino que iniciaron poetas como su paisano Juan Ramón Jiménez, que continuaron otros como Antonio Machado y que trazaron otros poetas de la Generación del 27, como Pedro Salinas con el incomparable verso de La voz a ti debida.

Porque Esther Gómez, que empezó a escribir breves poemas desde su infancia, lanza una mirada nítida sobre todo lo que le rodea y nos regala un ramillete de sensaciones que hermanan la soledad con el silencio, la vida con la muerte, la nostalgia con el olvido, el amor con la melancolía, la naturaleza con el latido cotidiano de la vida rural. Y lo logra con creces. Para ello exprime al máximo la polisemia de la palabra "blanco" y nos hace partícipes de un tiovivo de vivencias que tienen sus raíces en la pérdida de sus seres queridos - fallecieron sus cuatro abuelos en poco tiempo - y el paso inexorable del tiempo: "Aún la infancia sigue el vaivén del columpio / y la seda anciana acaricia los bancos". Para Esther todo es efímero como los veranos fugaces de su infancia: "Qué próximos los otoños / y los veranos qué breves", condensa en este epifonema preñada de filosofía existencial. Los versos largos y cadenciosos de Blanco roto se deslizan como esa rutina cotidiana que nos recuerda nuestra finitud y la inoportuna compañía de la muerte: "Muerte que nunca muere / no silencia nunca".

Las dos palabras del título introducen las dos partes de esta antología e intentan fundir algo de por sí inseparable: el latido existencial y el compromiso social. Ser y vivir, sentir y actuar, reflexionar y convivir. Son como esas gotas de lluvia que golpean la ventana en una tarde otoñal, como ese vaivén de las olas del mar o el balanceo monótono de un columpio vacío. Son palabras, son pronombres: "Vivimos en blanco / en otros pronombres, / para ser nuestros". Así termina uno de los poemas de mayor riqueza metafórica. Unas metáforas -de herencia gongorina y modernista- preñadas de cromatismo y de vivencias personales. Así, los que conocemos Moguer no podemos evitar la contemplación de esas paredes encaladas, el silencio de sus calles pintorescas, la ebullición de sus campos en primavera, el cielo cálido de sus veranos y la nostalgia amarilla de sus otoños. Como dice la autora en uno de sus mejores poemas: "Se ha roto en orillas la infancia / y el pan tostado al caer boca abajo al suelo; /te has roto el alma y la has cosido un par de veces / como cosen la noche las constelaciones y rompen los días en el ocaso". Son las dos caras de una misma realidad, los dos caminos a seguir hasta alcanzar el mar, como poetizó Jorge Manrique. Y, mientras tanto, ese blanco de los pétalos en primavera convive con el blanco más grisáceo de las cenizas o del pelo canoso de la abuela sentada silenciosa en un banco. Un camino blanco machadiano que conduce "a melancólicos lugares" como una carretera sin límites ni destino.

Esa mirada blanca se hace eco también de las cajas vacías de los juguetes rotos de la infancia, de la herida profunda del amor insatisfecho, de los que buscan un techo y llaman a la puerta, del miedo y la incertidumbre en la cola del Inem, del vagabundo que rebusca en la basura… Son muestras cotidianas de los jirones rotos, alteraciones del ánimo que se codean con la nostalgia y el desamparo cual ceniza de una llama extinta. Son "arena joven que la marea acechó y no dejó secar; / eras el mundo inclinado, balanza injusta". Es como ese folio blanco -otra vez la riqueza polisémica- en el que se acumulan caóticas vivencias ya lejanas, aunque muy cercanas a través de los sueños o de misteriosos reencuentros en el desván de los recuerdos, como la magdalena de Proust. Es como esa semilla que germina, como ese aleteo blanco de las aves o de las frágiles mariposas. Porque Esther Gómez ha logrado plasmar un mundo de sensaciones sin artificios ni retórica, sino con el cadencioso fluir de un verso libre -casi versículo- que nos acerca más a lo cotidiano y nos aleja de aspiraciones vanguardistas.

Blanco roto es un poemario que dará mucho que hablar y que abre el camino de una poeta joven comprometida con su entorno, audaz en sus planteamientos y renovadora sin huir de la tradición, en la línea de Juan Ramón Jiménez, el gran poeta de Moguer, maestro de tantos poetas del siglo XX. Esther Gómez se sitúa en esa estela y anticipa una trayectoria prometedora.

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