Ahondando en las celebraciones de todo tipo, es bastante congruente considerar el cenizo como día mundial de la celebración pagana o católica. O quizás cristiana. Porque no de otra manera se pueden definir los derroteros que estamos alcanzando con tanta ceniza y tan poco cenicero. En sus inicios, esas cenizas, estaban respaldadas por los senderos del monte Calvario, por las espinas de las coronas de reyes enjuiciados como los de ahora y por los soldados de lanza en mano y vinagre en los trapos, pero por esa misma regla de tres, no parece muy sensato que la ceniza sea santificada en las alturas, mientras haya tanta incongruencia en las partes bajas. Esas que manejan los ciudadanos enterrando la sardina.

Mientras, los de siempre parecen que vayan a lo suyo, jugando a divertirse de manera cínica de quienes les han votado, se dedican a derramar cenizas, ascuas y polvo de chimenea para atorar, crear carrasperas y hacer el aire irrespirable. Son esos que no tienen dignidad y siguen presidiendo países, partidos políticos o cámaras de cuentas de bancos embargados. Son aquellos que aumentan el gasto de puestos de confianza, de las partidas presupuestarias militares y de facturas falsificadas. Aguafiestas profesionales. Estamos asistiendo a una cuaresma permanente donde los miércoles de ceniza no son ya lo que eran pero donde los jueves, los viernes y las demás fiestas de guardar acaban simpatizando con los calendarios y se enorgullecen que, en todos los meses sean pocos los días, en los que no se puede celebrar ninguna fiesta a la ceniza. Por rubor, personal o social, o por miedo a los dirigentes de la represión y de la postura de la virgencita que me quede como estoy. De esa ceniza que nos ensucia el alma y que nos ahoga los pulmones. La de que no es lo mismo ser cenizo, que estar permanentemente embadurnado en ceniza. De la que deberíamos apostatar. Por aquello de que polvo somos y en polvo nos convertiremos.

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