Desde que Leon Tolstoi escribiera su obra más conocida han pasado ya dos siglos. Ni Napoleón se podía imaginar el juego que daría su invasión rusa y lo de páginas que se iban a escribir sobre los antagonismos. Guerra y paz. O lo que es lo mismo, Jerez en todo su esplendor. Que funciona por bandos. Que vive por barrios y que se encapricha de las disputas. Significativo el hecho, de que una guerra inocente y dramatúrgica de bailaor con tacones de porcelana y cuerpo de paroxismo gane el premio del público en el festival de flamenco mas jerezano donde los haya. Un Guerrero sin antifaz capaz de encandilar al menos entendido y de hacer llorar a la persona más sensible del patio de butacas. Un premio desde las emociones de la paz de muchas almas que supieron sentir las dos horas del espectáculo. Mientras mucho más curioso el hecho que la Paz que debe ser la base de toda liturgia cristiana, y que se sobreentiende implícita, viva de espaldas a los palcos y brille por su ausencia entre los varales, apagados aún, del consejo de la unión de hermanos de los llamados curiosamente mayores. Una guerra de trincheras que llama la atención y que no parece que reciba muchos premios del público en las próximas semanas.

Ni las invasiones de las tropas francesas, ni las de los palcos y sus cuitas dinerarias. Casi mejor vivir en paz bailando y dejando huellas en los escenarios de lágrimas de sudor, que teniendo que soportar pompas de jabón superfluas que explotan en las propias manos de quienes las lanzan al aire de la desvergüenza. Ganamos en armonía. Avanzamos en sentimientos. Tenemos lo que nos merecemos. Cuando las calles se han llenado de azahares y las alergias nos machacan parece llegado el momento de ver cómo es más limpio el aire del flamenco que el de los nardos y el incienso. Por aquello de que bailar no es sino soñar con los pies.

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