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Donald Trump.

Donald Trump. / EFE

En El puente de los espías, una vez hecho el planteamiento de la historia, Steven Spielberg, judío, monta inmediatamente la escena del mensaje clave de la película: Jim Donovan/Tom Hanks es instado por un agente de la CIA a revelarle todo lo que haya hablado con su cliente, el espía ruso. Ante la extrañeza de Donovan/Hanks, que alega que no puede violar la regla del secreto profesional, el de la CIA dice: "Son cuestiones de Seguridad Nacional. Aquí no hay reglas". A lo que responde Donovan/Hanks: "Usted es alemán de origen. Yo, irlandés de pura cepa. Sin embargo, los dos somos americanos. ¿Qué es lo que nos hace americanos a los dos? Una cosa. Una, una, una: las reglas. Se llama Constitución, y las acordamos entre todos". Todo está dicho, a partir de ahí. Reglas del juego: libertades, participación, instituciones, estado de derecho y división de poderes. Constitución, en fin. Eso es lo primero.

La democracia no es solo el voto ciudadano en elecciones, plebiscitos o referéndums (a propósito, coincido con Michael Ignatieff -profesor y liberal- en que "el referéndum debilita la democracia"); la democracia no es solo hablar muchas veces con mucha gente; la democracia no es, ni mucho menos, el apoyo de las masas al caudillo. La democracia es, básicamente, las reglas constitucionales de vida en común. Todo el que quiera jugar institucionalmente, en una sociedad democrática, tiene que respetarlas. Fuera de ellas, las patrias -más o menos lejanas en la historia o cercanas en la peripecia personal- no encuentran legitimidad ni pueden tener, frente a la Constitución, primacía alguna. Para un demócrata español, la Patria de verdad es la Constitución, pues es la Constitución la que nos dio a luz como ciudadanos españoles. A partir de ella, dejamos de ser súbditos.

En estos días estamos siendo víctimas de ataques furibundos y descarnados a nuestro sistema de convivencia. Por una parte, ahí al lado, Trump pone en cuestión cada día el sistema de contrapesos institucionales, sistema que, precisamente, ha frenado históricamente los desmadres en las ansias de poder y en la búsqueda de su primacía sobre todos los demás por parte del hombre blanco anglosajón, criado en la cultura de pioneros y predicadores de la frontera y convencido de su condición de preferido de los dioses. Lo penúltimo ha sido la descalificación del sistema judicial federal: "Échenle la culpa a los jueces, si pasa algo malo", ha dicho el muy cafre. Ha utilizado las reglas de la democracia para llegar al poder, pero su afán es el ejercicio del poder sin contraste alguno. Tiranía, frente a división de poderes.

En España, por otro lado, seguimos teniendo que aguantar los happenings y cabalgatas de algunos muertos vivientes del nacionalismo catalán contra nuestra patria constitucional. El nunca bien ponderado Artur Mas se cisca, un día sí y otro también, en la Constitución, en el Estado de Derecho y en la división de poderes. Y Puigdemont, cual si fuera muñeco de ventrílocuo y no máximo representante institucional, se dedica a seguirle la corriente y a correr el riesgo de dejar a Cataluña en manos de un grupo de aventureros dogmáticos.

Populismo y nacionalismo no atienden a razones. Sobre el segundo, también Ignatieff dijo hace años, en el epílogo a la edición española de su obra Sangre y pertenencia: "La fe nacionalista es la atracción de ser el dueño de su propia casa. Este sueño es constante, especialmente para las élites locales que confían en alcanzar el poder".

Poder, solo poder y todo el poder. Eso es lo que quieren Trump y Mas. Y otros varios. ¿Para qué? Ésa es otra cuestión.

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