E style="text-transform:uppercase">l Magisterio es una profesión de notables esforzados que, sin el convencimiento, la ilusión y la absoluta vocación queda reducida a un mero trabajo, la mayoría de las veces tedioso de aguante y de algo así como simple frío cuidador de niños. Para que el Maestro con mayúsculas sea un verdadero maestro debe estar enamorado de su profesión, tener un corazón inmenso que no le quepa en el pecho, una paciencia ilimitada, un cariño desmedido a los demás y ser, además, muy buena persona - engloben aquí todo lo que ustedes consideren que debe poseer esa buena gente que, ustedes, mejor que nadie, conocen -; sin algunas de esas facetas, el maestro puede que sea hasta buen profesional pero le faltará una pizca de esa salsa que adereza el guiso y lo hace perfecto. En 40 años de profesión y con muchas carencias para considerarme mínimamente digo de buen maestro, he conocido a muchísimos, grandísimos profesionales de la Enseñanza, maestros serios y rigurosos que supieron darlo todo por los niños, instructores sabios y solventes que abrieron infinitos caminos en la vida de sus alumnos y le marcaron rutas que, jamás, podrán olvidar. Pero la fortuna hizo que, hace 30 años, encontrara en mi camino docente un Maestro de los de letra Mayúscula, aquel que estaba en posesión de todo cuanto debe poseer ese gran Maestro que todos tenemos en nuestra memoria y que es el prototipo de auténtico Maestro, de ese enseñante riguroso, hombre de corazón inmenso, sabio conocedor de todo cuanto hay que saber para enseñarlo, cariñoso, de atemperadas actitudes, acciones contundentes en el aula, poco amigo de coheterías sin sustancia, emprendedor, incansable trabajador por los demás, lector empedernido, amante del Arte, desprendido, sabedor de cómo mejor tratar a los niños, a sus exageradas mamás y a sus complejos compañeros. Un Maestro de los pies a la cabeza y un hombre bueno. Paco de ti hemos aprendido todos. Descansa, ya jubilado, y vive tú hacia ti y para ti. Gracias , Maestro.

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