sociedad

El misterio de existir en una mirada al cielo

  • Benito de la Morena anima a la reflexión en el cierre del curso de la Academia Iberoamericana de La Rábida

Benito de la Morena es una eminencia científica, aunque rehúya cualquier protagonismo que se le pueda atribuir. Su currículum es revelador: se licenció en Ciencias Físicas por la Complutense, se doctoró por la Universidad de Granada, dirigió la Agencia Andaluza de Medio Ambiente en Huelva y, sobre todo, fue responsable científico durante 39 años del Instituto Nacional de Técnica Aerospacial (INTA) en la base de El Arenosillo, donde ejerció como jefe de la Estación de Sondeos Atmosféricos.

Pero este científico -jubilado de profesión, no de espíritu- que pone empeño en escapar de los focos, es también una eminencia humanística, aunque su modestia le impida aceptar cualquier calificación parecida en este sentido. De hecho no le gusta el individualismo. Es un convencido defensor de la colectividad. Pero no de la social sino de la humana, la de la especie, para cuya supervivencia hace una llamada encarecida a la reflexión.

Benito de la Morena (Madrid, 1950) protagonizó ayer el cierre de curso de la Academia Iberoamericana de La Rábida con una conferencia en la que habló de todo ello. Aprovechó la oportunidad para pedir a su audiencia, en el salón de actos universitario de La Merced, si quiera una pausa de un minuto para volver a las incógnitas fundamentales del existencialismo y tener consciencia así del papel de la humanidad y de la posible aportación individual para asegurar su futuro.

Un paseo por el cielo (Un segundo en la vida del Universo) era el título de la conferencia. Viniendo de un científico acostumbrado a echar la vista arriba toda su vida, vinculado a los cielos, a la industria aerospacial (aunque lo suyo, como corrige, se limitara realmente a la atmósfera), parecía lógica la temática adivinada. Pero Benito de la Morena no se quedó en la superficie, en lo físico, y fue más allá, adentrándose en la filosofía y en cuestiones que, aseguró, es necesario afrontar para escaparse de la esclavitud a la que se encuentra sometida la mente.

Fuera de su círculo, no muchos conocen su faceta como montañista. Tan importante como que a su gente le sorprendió que se viniera a Huelva en 1975, cambiando las alturas terrestres por las atmosféricas, a ras del mar de Mazagón. Aunque realmente lo hizo por Lola, claro; su esposa.

Fue en sus constantes salidas anteriores a la montaña, la mayoría de ellas en solitario, sin más resguardo que el de un saco de dormir, cuando aprendió a contemplar las noches estrelladas en silencio y a pensar en la inmensidad del universo. En la insignificancia del hombre.

Por eso ahora recomienda hacer lo propio. Salir al campo y levantar la vista hacia el cielo. O en pleno verano, lejos de la contaminación urbana, hacerlo en la playa, en silencio. Y pensar.

"¿Qué nos pasa, que nadie nos ha enseñado a pensar y a razonar? ¿Acaso no interesa?", pregunta. Es la clave. De hecho, como buen científico, recurre a estudios que hablan del aprovechamiento de apenas un 7% del cerebro, quizá esto sólo al alcance de genios como Einstein, dice. "¿Pero qué sería si pudiéramos aprovechar el 100%? Quizá entonces nos encontraríamos a Dios. ¿Pero qué es Dios, que cada religión ve de forma distinta?"

Las reflexiones de Benito de la Morena no son casuales. Reconoce que no es hombre de hacer cosas a la ligera. De ofrecer valoraciones inconscientes o temerarias. Recuerda su juventud rebelde, contraria a todo. Pero también su continua inquietud por saber y responder a las preguntas básicas de la existencia. En tratar de entender la presencia de Dios según la fe. En reconocer la "verdadera solidaridad", la ayuda al prójimo honesta, "no la que te deja la conciencia tranquila".

Con 22 años ahondó en este terreno contemplando el trabajo de los Hermanos de San Juan de Dios en el hospital de Ciempozuelos. Y, en confesión final durante la conversación de ayer con este periódico, habló del origen de su fortaleza personal en el accidente que sufrió aquellos años en una ascensión al Montblanc. Le dieron por muerto durante horas y de sus secuelas, a todos los niveles, tardó en recuperarse más de un año y medio. "Fue un periodo de superación infinita en un esfuerzo personal muy grande, descubriendo cualidades que no conocía, teniendo que poner en marcha la mente, la maquinaria que tenemos parada".

Ahora habla con esa experiencia como fuerza vital pero con el producto de las reflexiones que incita en los demás. Reconoce que lo hace "de manera idealizada, predicando para que algunos se escapen del sistema". Es necesario, insiste, que el individuo se olvide de lo que no le conviene y que comience a "contribuir a que la especie humana sea mejor, a pensar en la evolución de la especie".

Por eso se vuelca en los jóvenes, su gran dedicación durante 25 años. No les habla de religión, dice, sino de algo que valoraran mucho más: de conseguir trabajo. También, como al resto, de salirse de la rueda del sistema y poner la mente a trabajar. Basta con detenerse una noche de estas y contemplar el cielo estrellado.

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