España

La vuelta del nacional populismo

  • El autor advierte del regreso de "la coyunda de nacionalismos y populismos en sus versiones más enfáticas e intransigentes" y augura que "sus propuestas sólo traerán ruina y sufrimiento"

La vuelta del nacional populismo

La vuelta del nacional populismo

En 1945, Europa recuperó la democracia. A los españoles nos tocó esperar muchos años hasta incorporarnos a aquel espacio de convivencia de nuestros vecinos. Por fin, en junio de 1977 España formó parte del club de las democracias. Se celebraron elecciones limpias que se convirtieron en constituyentes y España se dotó de una democracia constitucional homologable y homologada. Europeos y españoles demostraron que habían aprendido las lecciones del pasado: que el estado de guerra no es la naturaleza de la política; que los males del siglo XX provenían del triunfo de los extremismos que fomentaban una concepción de la política como campo de Marte, de antagonismos agónicos, de enfrentamientos insuperables. Afortunadamente, triunfaron las tesis de los liberales-socialdemócratas frente a las de los nacionalsocialistas. Desde entonces, la base de los ordenamientos constitucionales se resume en los siguientes presupuestos: cualquier iniciativa política que pretenda trascender los márgenes de los procedimientos constitucionales será fuente de arbitrariedad y en último término, de violencia, e incompatible con el pluralismo social y político.

Europeos y españoles tuvieron idéntica determinación de "nunca más" repetir los errores del pasado. Renunciaron a la secular fascinación por las grandes palabras. En vez de elegir la intransigencia idelógica, el sectarismo, adoptaron el principio de precaución: "No adoptar decisiones de cuyo alcance se tienen dudas o cuyo riesgo de fracaso no es compensado por expectativas razonables de éxito". En suma, fueron ajustando el diseño para que fuese aceptable para la gran mayoría. Todo ello fue fruto de un gran pacto social, que supo combinar competitividady crecimiento de la economía con el desarrollo de políticas públicas y sociales que mejoraron los resultados igualitarios. Desde aquella posguerra, la fusión de Estado de Derecho (libres gracias a leyes; no contra ellas, como ya afirmara Aristóteles) y democracia se considera inescindible para una convivencia civilizada. Por eso, cuando alguien dice alegremente que "el desafío independentista no se resuelve con la ley, sino con la política" contrapone legalidad y política. Como si para jugar al fútbol hubiera que olvidarse del reglamento, obviando que si éste no rige, el juego se convierte en un intercambio de patadas. De ahí que quien se sitúa fuera de la legalidad constitucional está fuera de la democracia porque cercena uno de sus elementos constitutivos.

De otro lado, ¿tiene algún sentido enzarzarnos hoy en una discusión que ya se produjo en términos muy análogos a la salida de la I Guerra Mundial y por la que Europa pagó un precio muy alto? En nombre de la "autodeterminación de los pueblos" y a iniciativa del irresponsable presidente americano Woodrow Wilson se promovió una insensata política de renacionalizaciones en aquel avispero que era la Europa central. Sólo logró exacerbar la furia y el odio. A ello se añadió la Gran Crisis económica de 1929 y sus consecuencias, lo que alentó aún más las pulsiones extremistas. España fue tomado como campo de experimento de este juego de los extremos que acabó ,para nosotros, en una monstruosa guerra y una longeva dictadura; para los demás, en una segunda guerra. La lección fue "nunca más" volver a aquello. Así lo entendieron los europeos en el 45 y nosotros, en la Transición, un proceso considerado ejemplo paradigmático del paso de una dictadura a la democracia. Sobre ello los historiadores han consolidado un relato verosímil y reconocido. Imputar los males de la democracia a las deficiencias de aquel proceso es otra muestra más de la indigencia intelectual y estratégica de los populistas de ahora, y con una intención patente: banalizar el alcance de aquel proceso, hurtar a las nuevas generaciones el conocimiento cabal del mismo y desacreditar a la democracia constitucional y representativa viable en su trance más difícil desde su recuperación. ¿Hemos olvidado que este camino no puede recorrerse a la inversa? Sin democracia liberal y respeto al Estado de Derecho no hay democracia ni justicia ni paz civil. Pues parece que algunos lo han desaprendido.

Este recordatorio sobre los avatares de la democracia constitucional alerta del regreso de alguno de sus viejos fantasmas. Ha vuelto la coyunda de nacionalismos y populismos en sus versiones más enfáticas e intransigentes, en un formato doctrinal aggiornato, pero con parecida substancia e igual pronóstico. Sus propuestas sólo traerán ruina y sufrimiento, pero siguen mostrando su efectividad para seducir a las multitudes y debilitar la democracia mucho más de lo ya está con la intención de destruirla. La situación en Cataluña es un caso crítico de la quiebra de la democracia y su consecuente ruptura social.

En primer lugar, el procedimiento muestra muchas analogías con el se utilizó entonces para acabar con el Estado de Derecho y la democracia representativa: desbordar el marco de la legalidad valiéndose de las instituciones y la presión en las calles. Es la pauta que ha seguido todo movimiento populista. Se explotan las posiciones de poder que ofrece un amplio régimen de autogobierno con la finalidad de romper la comunidad política de la que emana ese poder. La forma de aprobar las leyes fundacionales de la "república catalana" en el Parlament es un pucherazo que deroga de facto el Estatuto y la Constitución en Cataluña al tiempo que viola el reglamento parlamentario y los derechos y garantías de los diputados de la oposición. Dicha estrategia además de ilegal e injusta, es todo un contrasentido jurídico y lógico. Cualquier competencia jurídica funciona dentro de un orden normativo; es criatura de éste. Negar el orden normativo y pretender la competencia resulta un sinsentido. Lo sabe cualquier estudiante de primero de Derecho.

Un potente aparato de propaganda ha logrado que aparezca como antidemocrático lo legítimo (el funcionamiento del Estado de derecho) y como legítimo lo antidemocrático (conculcar los derechos de muchos ciudadanos y de la oposición institucional; intimidar al discrepante; ahogar el pluralismo y reafirmar el pensamiento único del separatismo). El ejercicio continuado de la hegemonía contra la democracia ha permitido al nacional-populismo lograr que muchos interioricen unos cuantos sofisma y falacias, fraudes argumentales que si cuelan se convierten en premisas imbatible. Los nacionalistas han fomentado en muchos catalanes una autoestima exagerada, un sentimiento de superioridad que les ha hecho creer que podían desarrollar mejor su potencial sin España. A partir de ahí y durante casi cuarenta años han recurrido al chantaje: independencia o algo a cambio. Han conseguir mucho a cambio y a punto están de proclamar la independencia.

El otro gran cuento para reclutar incautos ha sido "el derecho a decidir ."¿Qué de malo tiene votar?", decía Ibarretxe… Depende de qué se vota y cómo. Votar para arrogarse un privilegio es malo. Y lo es tomar una decisión que no les corresponde y que afecta a muchos más de los que deciden. Atribuirse una parte de los ciudadanos la facultad de modificar las fronteras de todo el Estado, determinar quiénes son ciudadanos españoles y quiénes dejan de serlo, o quiénes se convierten en extranjeros en su propio Estado es una enorme injusticia, la decisión más grave que pueda cometerse, como dijo el canadiense Stéphane Dion, cuyo nombre toman tantas veces en vano los nacionalistas. Así que pretender unos pocos decidir por su cuenta y en una farsa de referéndum asuntos tan cruciales que afectan a todo es votar contra la democracia, un acto inmoral, ilegítimo e ilegal en cualquier Estado de Derecho que se precie.

Juan Linz, nuestro más preclaro sociólogo de la política llegó hace años a una certera e inquietante conclusión a propósito de lo sucedido en la Europa de entreguerras y en la II República española: la semideslealtad consubstancial a los grupos nacionalistas dentro de un Estado cuando deviene notoria deslealtad, se convierte en una de las causas principales de la quiebra de la democracia.

Tras la caída del muro y el agotamiento de los grandes relatos políticos, el discurso de la identidad absorbe todo el discurso de la política. Ha atrapado también a una izquierda desorientada o desquiciada. Pero la política de la identidad tiene hoy poco que decir sobre cuestiones tan perennes como las clases sociales, la guerra, la economía, el bien común….problemas que afectan a la gran mayoría. Así que los nacionalistas juegan con una ventaja ya que su política se agota en preservar la propio identidad y levantar fronteras frente al otro. El nacionalista cree en la existencia de un pueblo singular, diferenciado por la tierra, la sangre, la lengua o la cultura propia, que persiste a través de los avatares de la historia. Los portadores de dicha identidad o ficciones identitarias son superiores a los que no la portan (y por tanto tienen más derechos que otros). Hoy, además la identidad se puede adquirir, aunque se haya nacido en grupos geográficos o étnicos "extraños", basta con hacer profesión de fe del credo nacionalista. Y para asentar bien la identidad se hace lo de siempre: fabricar un enemigo, algo que se acompaña con el rito intimidatorio de señalar quien es "enemigos del pueblo". En el caso que analizamos el enemigo es España y el régimen del 78, es decir, los que defienden la democracia constitucional, continuidad del franquismo. Así que cabe concluir, con Félix Ovejero (El País. 12.09.2017), que el desprecio a los procedimientos democráticos no fue un circunstancial calentón, sino una deducción de un nacionalismo cuyo supuesto ontológico es la de ser portavoz de una identidad que considera a la mitad de los catalanes como si fuesen un cuerpo extraño. La brecha es la ajustada a la aplicación de un proyecto que asume la exclusión como principio regulador. El resultado está a la vista: una sociedad rota, una democracia más deteriorada que nunca y la deriva totalitaria que evidencian los acontecimientos diarios.

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