nacho moreno segarra. Historiador del Arte y crítico

"La cleptómana del XIX era siempre de clase media o alta"

"La cleptómana del XIX era siempre de clase media o alta"

"La cleptómana del XIX era siempre de clase media o alta"

-¿Cómo se llega a un tema como el de Ladronas victorianas?

-Pues tratando de encontrar información sobre la arquitectura comercial de los primeros grandes almacenes. Al final, el asunto no cuajó, pero me apareció la figura de la cleptómana junto con el desempeño de las mujeres, el protagonismo que, por primera vez, tenía el género femenino en un espacio que podía considerarse público.

-La mujer que no es prostituta ni obrera, claro.

-Cuando comienza la Revolución Industrial aparece o se fortalece el discurso de las dos esferas, el espacio privado y el público, que se divide por géneros. Ese era el discurso cultural mayoritario. A través de las nuevas formas de comercio, la mujer burguesa va conquistando espacios urbanos. La compra se contempla como algo hedonista, placentero, cosa que choca con el discurso y el lugar del ángel del hogar. Por otro lado, de la mano de esa conquista del espacio por parte de la mujer vino también el acoso callejero a las mujeres decentes.

-Y ahí encontramos cosas como las que se siguen diciendo hoy: no iba "bien vestida", no eran horas, no eran sitios...

-Como historiador, me interesaba encontrar puntos con los que pudiera conectar con la gente. Ese es uno. El paralelismo con la actualidad es brutal: las revistas femeninas sacaban reportajes sobre cómo andar por la calle para no ser acosada. Y, justo cuando salió el libro, una Oficina de la Mujer municipal sacó un manual similar.

-Y aparece el tema de la cleptómana como enferma eminentemente femenina. Cuando la mujer no estaba menstruante, estaba embarazada o menopáusica. Está claro que éramos unas peligrosas bombas de hormonas y desenfreno.

-La Psicología y la Psiquiatría no estaban desarrolladas y se generaban muchísimos discursos alrededor del cuerpo, como ocurría, por ejemplo, con la Frenología. Dentro de ese esquema, entra en juego el discurso tradicional de que, en la mujer, su cuerpo es su destino. Los cambios hormonales o las menstruaciones se van a utilizar para justificar un comportamiento anormal.

-Pero una cleptómana siempre va a ser de clase pudiente.

-Evidentemente, todas las cleptómanas eran de clase media o medio alta: no se ponían en marcha estos mecanismos cuando una mujer pobre robaba. El discurso médico, periodístico y social era fuertemente clasista. En los grandes almacenes, además y por primera vez, las barreras entre clases se difuminan e, incluso, empiezan a aparecen en Inglaterra los primeros escritos que alertan sobre los hombres y mujeres de clases inferiores que pueden camuflarse.

-La palpadora y el frotador. Parece una historia de Vargas Llosa.

-La revolución comercial de 1860 cambió muchas costumbres. Antes, las damas compraban sus caprichos desde la calesa y el servicio les compraba lo demás. El nuevo espacio, tan sorprendente, dará lugar a míticas como esa. Pero los primeros almacenes tratarán de justificarse culturalmente para hacer contrapeso a cualquier polémica: incluirán salones de té, salas de descanso en las que escribir cartas, oficinas de correos, exposiciones, conciertos...

-En ese afán de "todo pasa por caja", idearán -cuenta- hasta un kit sufragista.

-Consistente en un sombrero con sus alfileres, una linterna, una faja, dos broches y un banderín. Es algo bien documentado, sobre todo en Estados Unidos. Los dueños de los grandes almacenes sabían que sus clientas eran sufragistas: habría sido una posición bastante idiota no identificarse con ellas. Algunos arreglaban los escaparates de los desperfectos y luego les vendían el kit. De hecho, fueron algunos de los principales anunciantes del movimiento.

-Curiosamente, las condiciones laborales de las dependientas de estos centros las hacían de todo menos independientes.

-Las trabajadoras de la industria ya tenían un horario regulado, pero no las de los grandes almacenes, donde se pasaban trabajando doce horas. Para colmo, el sindicalismo era una esfera eminentemente masculina. Vivían en general hacinadas, tal vez con otros empleados, en dependencias a cargo de las tiendas. Se les pagaba invariablemente por debajo del salario mínimo, con lo que de hecho se las excluía del discurso sufragista: el derecho al voto, en Inglaterra, dependía de que fueras capaz de pagar una vivienda. Con lo cual, se dio una curiosa mezcla de discursos: había asociaciones que promovían el trabajo y otras que lo veían contraproducente. Las mujeres de clase alta, además, no iban a pararse a pensar en una dependienta.

-¿Cuál era el panorama en España?

-Pues parece que la evolución fue más tardía en el comercio español. Lo único que he encontrado es la llamada Ley de la Silla de Canalejas, que regulaba el derecho de las dependientas a sentarse y que fue vista, desde luego, como una osadía. El motivo no era otro que los posibles daños que se pudieran provocar a la hora de procrear: en la historia de las mujeres, siempre está el útero de por medio.

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