Pesimismo

Cuanto más apocalíptica, pesimista y nihilista es una idea, más seguidores tiene entre intelectuales y artistas

El otro día, paseando por el real de la Feria de Abril, me puse a pensar sobre el absurdo prestigio que tiene el pesimismo entre nosotros. Cuanto más apocalíptica, cuanto más pesimista, cuanto más nihilista es una idea, más seguidores tiene entre intelectuales y artistas y profesores universitarios y espectadores de La Sexta. Recuerdo, por ejemplo, una entrevista con una actriz joven -premiada, admirada, glamurosa- que proclamaba asqueada que Europa era un infierno y que vivir era una pesadilla. ¿Una pesadilla? Me puse a mirar a las familias -docenas, cientos, miles de familias- que paseaban felices entre las casetas: los niños con sus pistolas de pompas de jabón y sus nubes sonrosadas de algodón de azúcar; los padres con sus mejores trajes y el clavel en la solapa; las madres con sus vestidos de flamenca y sus flores de papel en el pelo. Y a su alrededor, toda la gente que bailaba y reía, los padres que compraban chucherías a sus hijos, las madres que bailaban orgullosas con sus hijas.

De acuerdo, todo era una mentira y un simulacro basado en las apariencias y no en la cruda realidad. Nada de aquello era cierto, por supuesto, porque al fin y al cabo todos vivimos entrampados por nuestras hipotecas, nuestra precariedad, nuestro desamor o nuestras dificultades para llegar a fin de mes. Sí, de acuerdo. Pero ¿cómo negar la alegría de la gente? ¿Cómo negar el deseo atávico de ponerse elegante y de lucirse ante los demás? ¿Y cómo renunciar a los placeres elementales que ya cantaban los poetas epicúreos de hace dos mil años: la belleza física, el vino, la alegría, la música? Volví a mirar a mi alrededor. Y donde un Lord Byron o un Sartre o un poeta vanguardista o un hipster airado sólo habrían visto vulgaridad y estupidez colectivas, la gente normal veía un poderoso motivo para sentirse en paz con la vida. Y donde los partidarios del pesimismo y del catastrofismo no verían nada más que una monstruosa apoteosis de todo lo vulgar, chabacano, dañino, clasista y engañoso que hay en nuestra sociedad, a la gente normal, a la gente de la calle, a la gente que trabaja diez horas al día y paga sus impuestos, le parecía justo lo contrario: un motivo para disfrutar de los contados momentos de júbilo que nos ofrece la existencia.

Y entonces me pregunté quién tenía razón. Y quién estaba más cerca de conocer la verdad de la vida.

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