De libros

Una utopía selvática

  • Publicada como la autobiografía de un 'salvaje' africano, 'LoBagola' se volvió más fascinante aún cuando se supo que su autor era, en realidad, de Baltimore.

Ibn LoBagola, que decía haber nacido al sur de Tombuctú alrededor de 1887, era en realidad estadounidense.

Ibn LoBagola, que decía haber nacido al sur de Tombuctú alrededor de 1887, era en realidad estadounidense.

'LoBagola'. Joseph Howard Lee.Trad. F. Menéndez. Prólogo de Juan Bonilla. Renacimiento. Sevilla, 2016. 304 págs. 18 euros.

Bata Kindai Amgoza Ibn LoBagola decía haber nacido en la región del Sudán, al sur de Tombuctú, en algún lugar al norte del Golfo de Guinea. El nombre de su aldea era el de Nodaghusah; y la fecha de su nacimiento, alrededor de 1887. Según explica Juan Bonilla en su prólogo, LoBagola alcanzó un notable éxito como orador y en 1930 publicó esta autobiografia, de inmediato traducida a varios idiomas. Numerosos indicios, sin embargo, y algún contratiempo en la aduana, llevaron a descubrir que el indígena LoBagola se llamaba, en realidad, Joseph Howard Lee y era natural de Baltimore. Con lo cual, la admiración que había suscitado su testimonio -el testimonio de un hombre negro, salido del corazón del África, que sin embargo vertía a un inglés florido y caudaloso el misterio de aquellas selvas- se desplazó desde el ámbito inicial de la pureza al territorio, más complejo y fértil, de la impostura.

Leído como testimonio autobiográfico, LoBagola es un divertido relato, entre picaresco y dickensiano, con un fuerte aire colonial, que pone ante el lector, no sólo las pintorescas costumbres de una tribu remota, sino la profunda escisión que se abre entre la cultura occidental y los habitantes de la selva que, al contacto con el blanco, descubren la doblez y la mentira. Leído como documento cultural, hijo de una imaginación y de una época, LoBagola revela acaso mayores tesoros. Si como autobiografía la obra de Howard Lee manifiesta el interés por el África que distinguió al XIX y a las primeras décadas del XX, como pastiche son las causas de este interés, y el subsuelo ideológico que lo sustenta, aquello que se ofrece a nuestra vista.

En este sentido, no parece casual que LoBagola ofreciera una conferencia sobre lenguas y culturas africanas en el Museo de la Universidad de Pensilvania. Seis años antes, en 1905, Mata-Hari había ejecutado varias danzas javanesas en en Museo Guimet, ante un público igualmente instruido en antropología. Lo que se revela pues, tanto en la obra de LoBagola como en los bailes de la holandesa Margaretha Zelle, conocida en el siglo como Mata-Hari, es no sólo una genuina curiosidad por lo exótico, patente desde la Ilustración a las vanguardias de entreguerra. Lo que se revela es la idea de lo exótico que había generado Europa, y que funciona como una suerte de "mundo al revés", de utopía selvática, que a la vuelta nos ofrece un retrato, entre ominoso y admirable, de Occidente.

El Oriente de Mata-Hari y el África de LoBagola son el lugar de la pureza, del misterio, de la espiritualidad, del horror, de lo instintivo, etcétera. Pero son, principalmente, el lugar de una verdad esencial, preterida por el hombre civilizado. En cierto modo, toda esta fiebre exótica opera como una expresión de remordimiento, cuyo origen está en la dramática industrialización de aquella hora, y que hace al hombre sospechar su lejanía definitiva de la Naturaleza, de la Verdad, de un último velo de lo sacro, entonces en fuga. De ahí que LoBagola (norteamericano al fin), diga y repita que no conoció la mentira hasta que se cruzó con el hombre blanco. De ahí también que en esta obra, pretendidamente autobiográfica, se muestre un preciso interés etnográfico y erudito, como de un Humboldt algo más atezado, que suponemos ajeno al común de los indígenas.

Sin remontarnos a la Donación de Constantino, célebre pastiche medieval, cabe mencionar aquí los poemas del bardo escocés Ossian, descubiertos en la segunda mitad del XVIII, y que resultaron ser obra del distinguido caballero James Macpherson. El actual nacionalismo escocés no se explicaría sin este singular engaño y sin las coloridas faldas que arbitró en el XIX Walter Scott. Por otra parte, tanto Chateaubriand como Napoleón sucumbieron a la robusta autenticidad del viejo poeta celta, mientras que Goethe no dudó en llamarlo el Homero del Norte. Fue esa necesidad de restañar, de algún modo, una pureza antigua, y que propició aquel vodevil dieciochesco, la que también se halla tras las memorables y candorosas páginas de LoBagola. Se trata de un producto occidental, escrito para occidentales, que sin embargo ha recreado la selva, su ruido de tan-tanes, el silbo del ofidio, para traer la maravilla y el misterio -para traer el escalofrío de lo sagrado- a nuestras casas.

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