Cultura

En tierra de nadie

  • Una antología bilingüe reúne la poesía civil de Pier Paolo Pasolini, formada por cuatro títulos que reflejan el diálogo del hombre con su tiempo

La religión de mi tiempo. Pier Paolo Pasolini. Trad. Martín López-Vega. Nórdica. Madrid, 2015. 272 páginas. 19,50 euros

Por una vez sin aniversarios de por medio, pues los cuarenta años que se cumplen de su muerte no señalan una efeméride demasiado precisa, la figura de Pasolini ha recobrado actualidad de la mano de un puñado de rescates o reediciones que recuperan la obra o el pensamiento de uno de los escritores más lúcidos y genuinamente inconformistas del siglo XX, en el que tantos otros dieron gato por liebre. Ensayos -algunos de ellos hasta ahora inéditos en castellano- como los reunidos en Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas (Errata Naturae), su primera novela Chavales del arroyo (Nórdica), el guión largo tiempo perdido de Nebulosa (Gallo Nero) o las dos nouvelles póstumas recogidas en Amado mío (Seix Barral), son algunas de las novedades disponibles para quienes deseen conocer la escritura de un artista total que ejerció con infalible brillantez en varios frentes pero primaba, sobre sus otros quehaceres, el de poeta. Las trágicas circunstancias de su asesinato han contribuido a elevar a Pasolini a la categoría de mito, pero no son el misterio que sigue rodeando al crimen ni los detalles de su vida escandalosa los que explican una vigencia que hoy, cuando se vuelve a hablar del compromiso en términos no despectivos, se antoja más clara que nunca.

Seleccionada por Norman McAfee y traducida por el poeta asturiano Martín López-Vega, esta antología de Nórdica toma el título de uno de sus poemarios más celebrados, La religión de mi tiempo (1961), que junto al anterior Las cenizas de Gramsci (1957), una muestra de Poesía en forma de rosa (1964) y el último de los que publicó en vida, Transhumanar y organizar (1971), integran una recopilación que lo es de su obra escrita en italiano y de la que quedan fuera, por lo tanto, los poemas en los que se sirvió del dialecto friulano de su madre. Aparecen en ellos muchos de los temas predilectos de Pasolini y su gusto por la provocación que, como dice López-Vega, tenía un sentido, lo que junto a su incurable alergia al dogmatismo lo separa de otros autores que fueron referentes de la izquierda y a los que ya no leen ni los profesores concienciados, cuando vuelven de dar la monserga en las tertulias de la tele. En relación con esta, por cierto, es inevitable recordar que el escritor y cineasta fue un acérrimo defensor -podríamos llamarlo visionario- de la cultura verdaderamente popular, espontánea y libérrima, incontaminada de la influencia uniformizadora de los medios de comunicación de masas que inducen al consumo desaforado o sustituyen las ideas por consignas.

Como en su pensamiento, en la poesía civil de Pasolini -a un tiempo narrativa y meditativa, más que política, en el sentido de que cuenta o disecciona una evolución desde el descontento, en lugar de exponer principios- se dan la mano pasión e ideología, y es esta mezcla de aparentes contrarios -lo emocional y lo reflexivo, sin moldes ni muletas- lo que le da su tono característico. Pese a su trasfondo intelectual, pero nada hermético, o sus transgresiones de la norma sintáctica, es una poesía, aunque difícil de traducir, perfectamente inteligible, apegada a la "existencia cotidiana, / pura, por ser demasiado / cercana; absoluta, por ser / demasiado miserablemente humana", donde puede seguirse a la vez la acelerada transformación de Italia desde la posguerra y el fascinante y contradictorio itinerario personal del poeta, siempre excéntrico, abonado a las periferias. En lo formal, los dos primeros libros se sirven de los tercetos encabalgados y los otros usan de una mayor libertad expresiva, pero en todos ellos se aprecia el diálogo, franco y abierto, del hombre con su circunstancia, desde una perspectiva -"luz moral y resistencia"- que combina en todo momento, como un imperativo, el análisis del tiempo histórico y la vivencia auténtica, aun cuando crece la sensación de derrota. A los integristas de uno u otro signo, a los censores o a los puritanos, oponen estos versos, como en el título de uno de los poemas más conocidos, "una desesperada vitalidad".

"Pasolini -escribe Erri de Luca en su reciente opúsculo La palabra contraria- tenía el don de la valentía física, que consiste en estar solo en tierra de nadie". Enfrentado al orden corrupto de la república oficial, era igualmente despreciado por muchos de los compañeros de viaje que ni aprobaban sus escarceos con los muchachos del suburbio ni lo seguían en su heterodoxa reivindicación del cristianismo o a la hora de cuestionar -hacía falta valor- las directrices de la intelligentsia comunista. "Y, finalmente, estoy solo", dice en Las bellas banderas, uno de los grandes poemas del libro. Frente a los intelectuales supuestamente subversivos, pero en el fondo adocenados, Pasolini eligió el arduo camino de una radicalidad sin límites ni atenuantes que no buscaba el aplauso fácil y rehuía, sin caer en la autocomplacencia, cualquier forma de gregarismo. "El otro -o los otros, los grupos- se acercan a ti o se te echan encima, con sus chantajes ideológicos, con sus reprimendas, sus sermones, sus anatemas, y tú sientes que también son amenazas. Desfilan con banderas y eslóganes, pero ¿qué los separa del poder?", respondió en una entrevista -recogida en la citada recopilación de ensayos- realizada horas antes de ser asesinado. Vive su poesía, como toda su obra, porque nos sigue interrogando.

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