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Willy y George

  • La segunda novela de Antonio Rivero Taravillo recrea la estancia sevillana del poeta Yeats y su mujer, que visitaron la ciudad poco antes del acto fundacional de la Generación del 27.

William Butler Yeats y su mujer George Hyde Lees retratados en los años veinte.

William Butler Yeats y su mujer George Hyde Lees retratados en los años veinte.

Si en Los huesos olvidados eran Octavio Paz y su primera esposa, la también escritora Elena Garro, los invitados estelares de una historia centrada en la muerte de un miliciano poumista durante los "sucesos de mayo" del 37, Los fantasmas de Yeats concede el protagonismo a otro matrimonio formado por el ya entonces premio Nobel (1923) y su mujer George Hyde Lees, llegados a Sevilla unas semanas antes del famoso homenaje a Góngora en diciembre de 1927. No ha usado esta vez el novelista, Antonio Rivero Taravillo, del acostumbrado recurso a un personaje de ficción que reconstruye décadas después lo sucedido, sino que es el propio narrador el que, desplazándose en el tiempo con generosa libertad de movimientos, asume el papel de biógrafo. Su mirada, sin embargo, va más allá de los ilustres visitantes, que para preservar su intimidad no se han anunciado como tales, y se extiende en particular a ciertos nombres de la constelación literaria local -Rogelio Buendía, Isaac del Vando, Fernando Villalón- que compartieron con aquellos el interés por las ciencias ocultas, uno de los temas de fondo de la novela a través del que comparecen figuras asimismo históricas e interesadas por el esoterismo como Madame Blavatsky, Aleister Crowley o Fernando Pessoa.

Traductor de la poesía de Yeats y excelente conocedor del sustrato gaélico que impregna su obra, Rivero muestra su profunda familiaridad con el autor y su mundo, pero no abusa de la erudición o mejor dicho la emplea para trazar un retrato en el que importan igualmente los episodios asociados a la independencia de Irlanda, el amor obsesivo e imposible por una de sus heroínas, Maud Gonne -heredado por la también amada hija Iseult-, la pertenencia a la Orden de la Aurora Dorada o la intensa relación con su mujer, George, un personaje que dista de ser secundario. Ella -la zíngara, como la llama Villalón- es el médium que le permite a Yeats, que casi la dobla en edad y anda además convaleciente de una neumonía, por lo que apenas sale de su habitación en el Grand Hotel París, comunicarse con los espíritus o practicar, de su mano, la escritura automática. Los escarceos por el trasmundo, junto a las fiebres derivadas de la enfermedad, los recuerdos que lo asaltan o los sueños y pesadillas de ambos, permiten al narrador retrotraerse a momentos significativos del pasado y hablar de figuras como MacBride, Lady Gregory, Symons o Pound. En el presente de la novela, los citados personajes españoles u otros como Romero Martínez o Cernuda, con el que los Yeats se cruzan en la calle del Aire, coinciden puntualmente o habitan espacios muy próximos. Y tampoco el futuro, incluida alguna proyección mexicana, queda fuera del marco.

Desde el principio despliega Rivero una prosa elaborada en la que no faltan los apuntes líricos, los coloquialismos, las imágenes o metáforas desusadas, los destellos ingeniosos ("la noche oscura del asma") y algún guiño joyceano como el monólogo donde George experimenta con el flujo de conciencia, pero quizá el principal acierto de Los fantasmas de Yeats, en el plano formal, tenga que ver con una estructura muy ágil que ayuda a asimilar la numerosa información que ofrece. El ritmo y la secuencia no lineal de los capítulos o capitulillos, con su gran variedad de tiempos y de escenarios, confieren amenidad a una trama que toma a veces una dirección más ensayística que narrativa, pero no deja de estar asida por un sinfín de referencias cruzadas. Son esas correspondencias y espejismos de los que habla el fantasioso Villalón con Ignacio Sánchez Mejías, sucesos paralelos, similitudes insospechadas o presagios que pueden ser, como los que comunicaban las banshees, de una muerte anunciada.

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