Crítica 'White God'

Entre Orwell y Fast: una espléndida fábula

white god. Drama. Hungría, Alemania y Suecia, 2014. 121 min. Dirección: Kornél Mundruczó. Intérpretes: Zsófia Psotta, Sándor Zsótér, Szabolcs Thuróczy, Lili Monori, Károly Ascher, Lászlo Gélffi, Lili Horváth.

Imposible no acordarse de Rebelión en la granja de Orwell. Esta vez la fábula, en vez de al totalitarismo estalinista, apunta contra el racismo tradicional y, si se quiere, contra formas más sofisticadas tal vez relacionadas con la manipulación genética, con la obsesión por la pureza o con el nuevo racismo que teme/odia a la inmigración. Quienes se rebelan son los chuchos, los perros de razas cruzadas, que son segregados y penalizados con impuestos para favorecer a los perros de raza. Un chucho amorosamente cuidado por una joven y después abandonado se convertirá, tras mil penosas aventuras, en el líder de la rebelión de los perros impuros contra los humanos. Además de Orwell pueden oírse ecos del Espartaco de Howard Fast. Y de El flautista de Hamelín. Y tal vez, por coincidencia en tema de fondo y similitud en el título, con la White Dog en la que Fuller denunciaba el racismo a través de la historia de un perro adiestrado para atacar a los negros.

El extravagante, irregular y muy personal realizador húngaro Kornél Mundruczó (Delta, Semilla de maldad) ha logrado su mejor película con esta rara fábula de interesantes connotaciones políticas y sociales que supone un verdadero desafío por la dificultad de hacer verosímil una trama que bordea el disparate y juega con varios géneros a la vez, pasando de la fábula moral a la política y de lo terrorífico al melodrama, al naturalismo extremo y a lo poético. Por no hablar de la dificultad de renunciar a los efectos especiales para trabajar con unos cientos de perros amaestrados. Al final triunfa con esta película apasionante, original, a ratos sobrecogedora, no pocas veces terrorífica, triste, llena de fuerza visual y elevada por un uso magistral de la música.

Una película que empieza mostrando a una niña en bicicleta, con una trompeta sobresaliendo de su mochila, perseguida por una gigantesca jauría a través de las calles desiertas de un Budapest fantasmal lo tiene difícil para mantener el tono de fábula, la intriga y la extrañeza sin incurrir en lo efectista o lo banalmente extravagante. Si después vira al cuento de hadas con un padre-ogro, una niña medio huérfana (la semi orfandad de los hijos de divorciados) y sensible que estudia música y un perro bonachón como su único amigo; y le añade una ley digna de una bruja o de un tirano que obliga a pagar altos impuestos a quienes poseen perros cruzados o bastardos y la previsible respuesta del padre-ogro (si cada verano se abandonan perros por los que no hay que pagar, ¿se imaginan qué pasaría si estuvieran gravados por altos impuestos?) que provoca una escena de lágrimas digna de Disney, el realizador no hace sino elevar cada vez más el listón y arriesgarse a darse un costalazo practicando este cine fantástico o fabulístico sin red. Pero triunfa. Y eso que a partir de ahí comienza lo más difícil de rodarse para que resulte verosímil. Y vuelve a triunfar. El premio en Cannes es merecido. Sólo el plano que cierra la película vale el dinero de la entrada. Posdata: desde El gran dictador no he visto una más original utilización de la música húngara. Allí era una danza de Brahms, aquí -dibujitos de Tom y Jerry incluidos- es una rapsodia de Liszt.

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