Crítica 'Luces rojas'

Creer o no creer (en Hollywood)

Luces rojas. Thriller, Estados Unidos-España, 2012, 119 min. Dirección y guión: Rodrigo Cortés. Intérpretes: Cilliam Murphy, Sigourney Weaver, Robert de Niro, Elizabeth Olsen, Toby Jones, Leonardo Sbaraglia. Guión: G. V. y Ugo Chiti. Fotografía: Javi Jiménez. Música: Víctor Reyes.

Rodrigo Cortés ya tiene su película de Hollywood… rodada en España. A saber, su primer filme, Concursante, apuntaba hacia un modelo de referencia de género norteamericano, hacia unas formas y modos perfectamente engrasados para mercados sin patria. Con su sobrevalorada Buried, una cinta-concepto que le debía más a una buena idea y a un reto de estilo que a su desarrollo, Cortés conseguía a una estrella emergente, Ryan Reynolds, para poder tener la tarjeta de presentación para proyectos más ambiciosos.

Ese proyecto es Luces rojas, enésimo thriller de temática paranormal que tiene como principal mérito haber puesto en marcha una producción española (miren si no los créditos) con el diseño, la apariencia y, lo que es más importante, el reparto de cualquier película del mismo subgénero rodada por una major norteamericana. A la sazón, Warner avala y distribuye.

Retomando ideas de su primera película en torno a la dualidad y la manipulación de los fenómenos mediáticos, enfriando la fotografía hacia tonos grises y metálicos y con una banda sonora que imita al Howard Shore más ominoso, Luces rojas se articula como trama de caza del fraude protagonizada por una pareja de investigadores (una Sigourney Weaver que repite su papel de Copycat y un Cilliam Murphy cuyo personaje esconde truco) empeñados en la tarea de desenmascarar a todos aquellos videntes, mentalistas y psíquicos farsantes se pongan en su camino.

Son muchas las incoherencias, deslices y caprichos argumentales que ha de sortear el guión para llegar a su desenlace operístico, peaje más molesto de una cinta que, por otro lado, se mantiene bastante comedida en sus arrebatos de acción, sustos, espectacularidad o intensidad paranormal. Al fin y al cabo, su principal efecto especial no es otro que la muy dosificada presencia mefistofélica de un Robert de Niro que todavía sigue teniendo tirón popular (y Cortés lo sabe) a pesar de transitar por la más lamentable, autoparódica y desahogada de las etapas de su carrera. Su presencia, sus mohines y muecas o su risible doblaje al castellano polarizan el escaso magnetismo de una trama a la que Cortés sólo domina desde la profesionalidad cuando la credibilidad o la solidez de su propio guión se lo permiten.

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