Cuentos a pares

francisco Silvera

Zaratalejos

Más que nunca, con la trama parece un lloro el pequeño olivar. Asoma en estos árboles el tener querencia por el terreno; quien castró por último los entristeció y ahora ninguno busca el sol, doblan todos sus ramajes, sus codos huesudos, hacia la tierra. Erumpen y elévanse para caer otra vez dibujando la curva de un hongo. Cuando se seca la flor de la aceituna, corros blanquecinos rodean a los olivos, torcidos como viejas moribundas.

La carretera enhueró la finca, pero algo queda: dos pilastras que nada encierran, que a casi nada dan paso, en una de ellas un azulejo amarillento con letras añiles que gritan al visitante Zarata y debajo Lejos, porque hubo intención entonces de despistar a los zaratanes, porque allí pudo morir tranquila una mujer; una casa ruda, parca, cuatro costerones faltos de cal, dos ventanas rodeando un portón de madera vieja, un tejado sencillo; y un ribazo con un puñado de olivos, tierras cudrías, sin amo.

En invierno, si hace gris estalla en verde una alfombra tupida de tréboles, cerrada y espesa tanto que deja sin día la labor de los hormigueros. El amarillo de las vinagretas salta por entre las hojillas regordidas de este trébol efímero, se mece al albur del viento húmedo que trae la lluvia. Y llueve en Zaratalejos. Como balas descarriadas pasan los coches por la carretera, delante de los pilones de la entrada, dejando un eco de aguas vaporosas, de nube inmediata y silbante. Al atardecer, si para un momento el tráfico, se oye cómo el cielo enorme está lloviendo el tejado, las bóvedas, los recovecos, cómo los árboles lloraderos beben las aguas sucias de vida, cómo las correntías surcan y labran el erial que nadie toca. El aire limpio viaja por entre las cosas.

Zaratalejos muere y se renueva sola, ningún hombre pone la mano sobre flor, madera o fruta alguna. Todo cría y cesa libérrimo. Verdeguea la indiferencia, pasta tranquilo el caracol y el galgo transcurre descuidado. El suelo terrea por el hierbal y refocila húmedo a los jilgueros y chamarices. Este año pasan los lúganos, los pájaros tontones; se podrían coger a puñados, empicados como están en los charcos, mixturando cantos ajenos, de verdones que beben en compaña. Es primer verano.

Trona estridente en el estío la chicharra. Entre vaharadas de calor quiébranse un poco los paredones extenuados, desecados. Un cielo olímpico se desploma levantando polvaredas milagrosas a lo largo de los caminos, el sol desangra las tierras. Resisten. Resisten, hasta que finaliza el agosto con una tromba que desenluta cargadales y desahoga torrenteras, brama el agua excesa de espuma, rebelde contra el dominio del sequedal, corre excesiva, con bardomera opuesta a la ceniza muerta de la canícula.

El adobe de los muros lo sorbe todo, así están de gordos. En el otoño tragan los humos del holocausto de los rastrojos lejanos; las hierbas de Zaratalejos, sin embargo, se pudren solas. Cerrada, la casa es una marmita de olores y sabores, el tocón de un alcornoque que se pudre entre corchos noche tras noche, día tras día, bajo la misma luna y los mismos soles. Ni el recuerdo permanece, siquiera, de quienes la habitaron, aquella mujer retirada, la que se fugó de la enfermedad bautizando a la finca. Todo parece evanescerse entre la humareda blanca de los verdores y ramones abrasados. Huele a candelas.

Amanece ya el frío de vuelta. Pasan de largo tractores aferrados con manos abultadas, casi aperos. Se encogen los cuerpos buscando la intimidad caliente, el abrazo propio, la templadez de la vida. Trémulos van al faenar, no puede ser de otra forma. Es tiempo de parras escleróticas, de racimos de uvas carbonosas, muertas entre esqueletos vegetales, pellejos ennegrecidos y adocenados sin vigor que los sustente.

Zaratalejos mira hacia el Sur, desde donde esta tarde soplan los mares. Se apaga el Este, estalla en rojo el crepúsculo. El mínimo olivar sin dueño, las columnas que un día extraviaron a los zaratanes, la casa hermética, las tierras solas y desordenadas, las gentes que ya no miran, todo se esconde en la noche lóbrega que devora los cielos. Mañana, aquí estará otra vez.

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