Cuentos a pares

Francisco Silvera

Una pluma en el aliento de Dios

AQUELLA mañana Adán, el primer hombre, sin experiencia todavía miró hacia los montes y no supo por dónde habría de venir la luz. Lentamente la negrura del cielo fue haciéndose azul, celeste después y el amanecer comenzaba. Sonaban los arroyos, cantaban gallos en la lejanía y un rumor de pájaros parecía defender la vida. Adán, inocente y ansioso de todo, miraba maravillado las delicias de aquella huerta inagotable y el agua era su felicidad.

Fue brotando el día, como la yema del botón sabio de una rama, y el aire pareció enfriarse tiernamente. Eva, la mujer primera, despertó de su sueño y sonrió a Adán. El mundo era prístino. El hombre quedose mirando los montes, Eva anduvo aquí y allá. Al cabo de un rato ella apareció alegre.

 

-¿Quieres un bocado?

 

-¿Qué es?

 

-Aquel árbol de allá.

 

-Nos dijeron que de ése no...

 

-Había un animal comiendo y no le pasaba nada; yo he probado, mira...

 

Y Adán vio en ella algo distinto; miró sus pechos puntiagudos, su vientre plano y flexible, sus muslos, y todo le pareció tan hermoso y ofrecido por Dios como la amanecida que acaba de contemplar. Eva, ingenua como él, dejó allí la fruta y volvió a caminar; el mundo invitaba.

 

Adán no supo qué habría de ser la maldad y comió la pulpa sucosa que le habían negado. Miró el cielo, sintió un tremor, un escalofrío que jamás había padecido y quiso pensar que era la frialdad del amanecer. Pero algo se había torcido; el inicio del día le produjo angustia, la armonía y la perfección que habían sido su sentir ya no estaban; el aire le incomodaba. La melancolía se le coaguló en la sangre como, cuando se apaga una lámpara, queda el pabilo quemándose, humeando y dando mal olor. Lo que antes era cristal, ahora hiel; al quebrantar Adán la Ley se le apagó el brillo de la inocencia y era como si sus ojos, que otrora contemplaran el cielo, se hubieran cegado y sus bilis negras se hubieran trocado, soberbias, en nostalgia.

 

Vio a Eva alejarse -el rostro descompuesto- más allá del bardal que nunca antes habían apreciado. Fue tras ella. Dios vio la pena de Adán y temió que, teniendo ahora la inteligencia para sentir la vida, encontraran el otro árbol para hacerse dioses... Les dejó marchar.

 

El hombre alcanzó a la mujer, que lloraba. Entonces él, que en aquellos días primeros se había sentido como la imagen del padre mayor, percibió el mundo como una hoja flotando en la respiración divina, y a sí mismo como una pluma, apenas, en el aire o el alma del mundo.

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