Láquesis le dio el hado dispuesto. Cloto lo sancionó. Atropo lo hizo irreversible. La sensación de angustia creció, la suerte estaba echada. ¿Qué animal sería su nuevo destino? ¿Cuál forma de vida? ¿En qué planeta? ¿Bajo qué sol?

Sólo entonces fue plenamente consciente de sus maldades. Cuando, la que ya no permite cambio alguno, cerró su nuevo vivir, se sintió un alma sucia y llena de miasma, arrepentida de los temibles pecados cometidos en la última existencia.

Un mulo esclavo, una arrastrada sierpe, un antílope huesudo y delicioso, un pajarillo abierto por el halcón, un gordo pez enturbiando las aguas con sus hígados devorados, un escarabajo entre heces hediondas, un buitre de cuello mugriento por las carnes tábidas...

Cada destino imaginado era peor. La cólera del Engendrador no tenía límite. Corrían rumores de que algunos de sus ángeles de luz habían sido expulsados a la Tierra, transformados en el mismo sufrir hecho animal. Las almas temblaban aliviadas pensando que tanta crueldad sólo cabía con lo más querido; al fin y a la postre, por malas que hubieran sido: ¿quiénes eran ellas a lado de los mensajeros del rostro de Dios? Una especie nueva había sido creada para ellos como castigo a su traición: ¿qué desdichas no habría previsto el Uno en su venganza?

Las almas pasaron al otro lado del Trono de la Necesidad. Un calor asfixiante las recibió; sofocadas y sedientas atravesaban el Campo del Olvido. Un resplandor deslumbrante presidía todo, la sequedad era absoluta y los aires quemaban. Se oían jadeos de ánimas desesperadas, avanzando empós de la esperanza del murmullo lejano, un susurro de aguas delicadas capaces de calmar tan gran deseo. Grande fue su maldad. Guardaba la certeza de que su destino habría de ser el más vil posible. Lloraba de sed y desamparo. Todo el poder, la grandeza, la fuerza ilimitada de Dios, estaban allí, en aquella llanura onírica, irreal en apariencia, real como el dolor pavoroso que ataba el alma a su terror, temerosa del designio renovado.

Extraño torrente el que surcaba la planicie. Desnudo el horizonte de árboles y de todo cuanto producen las tierras, el Río de la Despreocupación marcaba el límite de la romería por el otro mundo. Las almas se lanzaban presas de la desesperación y bebían sus aguas dulces hasta caer atolondradas; el alivio de la sed era lento y las aguas volvían rápidamente al cauce, puesto que Dios las hizo incontenibles en vasija alguna.

Saciada por fin, la multitud salió a reposar en la ribera. Oscureció pero la cercanía del brillo de los astros no permitía la noche. Mareada por los licores narcóticos del Olvido, el alma lloraba su desconsuelo incapaz de adivinar la cadena de atrocidades a que habría sido penada. La peor de las criaturas, ésa sería su fatalidad, lo último.

Bien entrada la tiniebla tembló la tierra tras un trueno sobrecogedor; las almas lloraban despavorecidas. Al siguiente relámpago y tronar, vio cómo algunas eran elevadas e iniciaban sus travesías a sitios diferentes para sus nacimientos. Restalló otro y perdió la gravedad. Notó una aceleración y, al trasponer el río, el Olvido y la Despreocupación le durmieron. En sus viajes se deslizaban las vidas futuras a modo de una lluvia de fugaces estrellas.

En aquel véspero, sobre la Tierra, Eva supo del dolor de parir. Y, en mitad del silencio prístino de la sonochada, sonó el vagido primero de un varón: Caín.

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