publicación Un libro analiza los cambios del monstruo en el cine actual

El terror llama a tu puerta

  • En 'Sesión sangrienta' (T&B editores), Jason Zinoman hace un apasionante recorrido por el cine de terror que se produjo en Hollywood entre los años 60 y 70

Durante décadas, el cine de terror se sirvió (casi) exclusivamente de monstruos ortodoxos para soliviantar la platea. El vampiro y el licántropo, la Momia o el monstruo de Frankenstein salían puntualmente al paso de la desventurada heroína con intenciones tan perversas como previsibles. La chica se asustaba tal como exigía el guión pero, en el fondo, nada había que temer. Jamás faltaba un hombre como dios manda para hacer frente a tales bestias y restituir el orden provisionalmente alterado. Un buen día, el equilibrio se rompió. De repente, nada garantizaba que el héroe llegara a tiempo, nada que la heroína saliera viva de la experiencia. Los monstruos dejaron de ser sobrenaturales y los finales, felices. Al encenderse las luces de la sala, el ánimo no se serenaba; el espectador se llevaba el miedo a casa pues había caído en la cuenta que el psicópata de la película era igualito, igualito al vecino del 3º-B. Jason Zinoman ha dedicado una excelente monografía a este apasionante capítulo de la Historia del Cine: Sesión sangrienta (T&B editores).

Una brillante reflexión de un cineasta no especialmente brillante abre esta panorámica: "El primer monstruo al que debe temer el público es el director -afirma Wes Craven-. Debe sentirse en presencia de alguien que no está condicionado por las reglas normales del decoro y la decencia". Así es. Así fue. Al frente de la renovación del género llevada a cabo en Estados Unidos, allá por los años 60 y 70, hubo un puñado de cineastas que apostó por unas historias, en todos los sentidos, viscerales. Aunque no muestre excesivo entusiasmo ni por él ni por ella, Zinoman reconoce la influencia de Alfred Hitchcock y su película Psicosis (1960) en dicho cambio. Psicosis fue una agresión en toda regla a las expectativas del público; para bochorno general, el malo malísimo acababa siendo el chico de aspecto frágil en quien el espectador incauto había puesto sus simpatías. A partir del brutal asesinato de Marion Crane en la ducha, podía temerse cualquier cosa del género. Y si hasta entonces, el cine de terror había sido parcela (casi) exclusiva de la serie B, carnaza destinada a los circuitos de distribución de segunda categoría, a partir de entonces, tras comprobar la alta rentabilidad de ésta y otras películas, Hollywood se decidió a correr riesgos en ese inquietante terreno.

En El héroe anda suelto (1967), Peter Bogdanovich copió a Hitchcock la idea del chico malo con cara de bueno: su protagonista es -escribe Jason Zinoman- "un francotirador rubio, de ojos azules, que mata sin razón. Sus asesinatos son aleatorios y desapasionados. Compra balas como otros comprarían calcetines. Y cuando abate a sus víctimas ni siquiera sonríe". Al contrario que Hitchcock, empero, Bogdanovich se negó a incluir una explicación psiquiátrica que arrojara luz sobre las sombras. Según Zinoman, incluso los críticos que acogieron favorablemente el filme no pudieron evitar preguntarse el porqué de esta locura homicida; estaban pasando por alto, explica el autor del ensayo, "lo que iba a convertirse en una de las ideas filosóficas más importantes de la década en el cine de terror. No poder explicar el mal: ése es el auténtico horror". George A. Romero dio otra vuelta de tuerca a las historias de miedo. En La noche de los muertos vivientes (1968), un virus de origen desconocido convierte en zombis antropófagos a personas muertas recientemente. Planteada la ficción en estos términos, puesto que todo vivo es susceptible de dejar de serlo de un momento a otro, cualquier persona es un monstruo en potencia.

Estos títulos desbrozaron el camino a lo que estaba por venir: la reflexión del mal gratuito se remataría con la representación de dicha gratuidad. Varios factores jugaron a favor. Por un lado, la relajación de los órganos censores -el tristemente famoso Código de Producción- trajo una mayor permisividad en el tratamiento de ciertos temas; por otro, el desmantelamiento del sistema de estudios propició cierto "aventurerismo" de parte de los productores. Los excelentes dividendos de una película rodada en condiciones cuasi amateurs, La última casa a la izquierda (1972) -cuyo "centro dramático -advierte Zinoman- era la larga y terrible escena de la violación"-, convencieron a los mandamases de Warner Brothers para invertir una millonada en una historia de terror con diversas escenas para las cuales, sencillamente, el público no estaba preparado; entre ellas, la de la niña atroz masturbándose con un crucifijo: "El 26 de diciembre [de 1973], una película llamada El exorcista se estrenó en los cines de todo el país, y desde entonces se han desatado todas las fuerzas del infierno -recuerda Zinoman-. Los espectadores se desmayaban, vomitaban, gritaban a la pantalla. Una mujer sufrió un aborto, otra un infarto. En Kansas City y Nueva York hubo que llamar a la policía para sofocar altercados. Un hombre vio un demonio en Berkeley".

El aspecto más impactante de La noche de los muertos vivientes o El exorcista es el tratamiento hiperrealista de sus respectivas anécdotas, una resurrección masiva y una posesión diabólica. El tono documental empleado por Romero en su película o la fría exposición de los hechos de William Friedkin en la suya tendrían un inquietante correlato en grandes hitos de los 70 como La matanza de Texas (1974) de Tobe Hooper y La noche de Halloween (1978) de John Carpenter, otras dos producciones filmadas con más entusiasmo que recursos. Las bazas de ambas historias, esta vez, es su inmediatez: "Los escenarios de estas nuevas películas de terror nos resultaban conocidos -insiste Zinoman-: la playa, el hospital, el dormitorio, el baile del instituto, la autopista, los teníamos al lado. Pero lo ordinario se convierte en algo ambiguo, confuso, repulsivo. Las urbanizaciones de clase media albergan un mal inexplicable. Las mentes más civilizadas contienen barbarie". Estas y otras historias semejantes expulsaron a vampiros y licántropos del ámbito del terror para adultos. Un nuevo monstruo -que respondía al nombre de "asesino en serie", un término acuñado por el FBI precisamente en aquel tiempo- llegaba dispuesto a quedarse. Ahí están Viernes 13, Pesadilla en Elm Street, Screem o Saw, y su interminable lista de secuelas.

Una pregunta se insinúa a lo largo del libro: ¿Qué llevó a aquellos cineastas a prescindir de las prestaciones intimidatorias de Drácula o el monstruo de Frankenstein? William Friedkin apunta en la dirección correcta al sacar a colación el nombre de Adolf Hitler. ¿Puede competir ningún monstruo de antaño con quien ideara una maquinaria que segaría la vida de seis millones de judíos ante la aquiescencia o indiferencia de una entera nación? El nuevo cine de terror se resignó a la triste verdad: lo que pone la piel de gallina no son los demonios que somos capaces de imaginar, sino esos otros que llevamos dentro.

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