Cultura

La memoria como terapia

  • Último de los libros publicados por el autor polaco, la autobiografía de Slawomir Mrozek, escrita tras haber perdido la capacidad del habla, evoca sus orígenes y primera juventud.

Baltasar (Una autobiografía). Slawomir Mrozek. Trad. A. Rubió y J. Slawomirski. Acantilado. Barcelona, 2014. 256 páginas. 23 euros

Universalmente celebrado como narrador y dramaturgo, Slawomir Mrozek fue un genial cultivador del humor negro, en la gran tradición del absurdo, cuyo rescate se añade a la larga lista de aciertos de Acantilado. La misma editorial ha acogido su singular autobiografía, un libro extraordinario que tiene poco que ver con el resto de su obra y cuya lectura es inseparable de las circunstancias en las que el autor polaco, tras padecer un ictus, afrontó su redacción, estimulado por los médicos que lo animaban a ejercitarse como una forma de terapia para combatir la afasia o pérdida del habla, "tanto de palabra como por escrito". Rebautizado como Baltasar, "alias Slawomir Mrozek", emprendió entonces un recuento parcial de su vida que se centra en la infancia y primera juventud, desde la conciencia recobrada de pertenencia a una lengua, la nativa, que era la única que podía recordar -"me siento aliviado como quien vuelve a la casa familiar después de un largo peregrinaje"- entre las varias que había dominado. No tienen por ello estas páginas la intención satírica o el gusto por lo grotesco que asociamos inmediatamente a su estilo, pero a cambio cuentan una historia, la suya, que tampoco deja de lado la ironía y conmueve por su desnudez exenta de confidencias. Mrozek murió hace ahora poco más de un año y Baltasar, publicado originalmente en 2007, fue el último de sus libros. En el final está el principio y de eso trata, sobre todo, esta singular memoria.

"La idea de salir a la calle me provocaba un rechazo absoluto. Los desconocidos me daban pánico", escribe Mrozek refiriéndose a su estado después del accidente cerebral, pues el trastorno derivado de la enfermedad no se limitaba al habla. El narrador es otro, se hace llamar de otra manera y escribe de un modo distinto, más sencillo y directo, que prescinde de los habituales espejos deformados para enunciar los hechos sin reelaborarlos. Su relato, sin embargo, fluye con naturalidad y se lee con interés sostenido, incluso si no se tiene noticia previa de la literatura de Mrozek, de la que aquí apenas se habla. Por lo mismo, Baltasar no vale como puerta de entrada a su peculiar mundo, pero sí muestra el sustrato del que provenía y su contradictoria relación con Polonia, cuya doble condición de víctima durante y después de la Segunda Guerra Mundial exime a los naturales del país de enredarse en filigranas a la hora de hacer distingos entre las dos caras, igualmente siniestras, de la bestia totalitaria.

Nacido en lo que fue la Galitzia austrohúngara, cuna de tantos escritores centroeuropeos, Mrozek provenía de una familia de campesinos que no parece haberle dejado demasiada huella. El padre, alcohólico, trabajaba como empleado de correos. La madre, con la que tenía una relación más estrecha, moriría tempranamente. Como la de cualquier polaco nacido en 1930, su iniciación a la vida estuvo marcada por el vasallaje que la Alemania nazi y la Rusia soviética impusieron a Polonia, de la que Baltasar informa con claridad escueta pero rotunda. En páginas muy vívidas, Mrozek evoca los efectos de la ocupación y el escaso tiempo que medió entre la alegría por la liberación y la conciencia de haber sucumbido a una nueva tiranía, aunque él mismo necesitaría un tiempo para comprenderlo. El tono en el que habla de sus primeros trabajos y del modo en que se abrió paso llama la atención por la poca importancia que se concede, por el reconocimiento de las flaquezas propias, por el modo nada heroico en que se fue adaptando al orden de la posguerra hasta que la atmósfera se le hizo irrespirable.

Mrozek no muestra autocomplacencia a la hora de definirse como "niñato comunistoide" que, de haber nacido unos años antes en Alemania, se habría apuntado con igual entusiasmo a las Juventudes Hitlerianas -"las técnicas de reclutamiento eran las mismas"- o de calificar como literatura embustera y mediocre los exitosos reportajes con los que se ganó la vida en su primera época, cuando el director de la revista de Cracovia para la que trabajaba -Dziennik Polski- le pedía que se desplazara a localidades vecinas para "reconocer el terreno". Sus convicciones eran vacilantes -"todo lo concreto provocaba mis protestas contra la doctrina de marras"-, pero cumplía con lo que se esperaba de él como lo hacían muchos otros en los regímenes sometidos a la dominación soviética: "Sabíamos muy bien que, hiciéramos lo que hiciéramos, todo acabaría en un informe falso". Ese aire de farsa, así como el miedo que paralizaba por igual a los militantes del Partido y a sus opositores, era lo que caracterizaba a la implacable era de Stalin, cuya muerte, recibida con un suspiro de alivio en todo el país, fue sin embargo lamentada -verdadera "orgía de hipocresía"- como una pérdida irreparable.

La celebración (1955) del Festival Mundial de la Juventud en Varsovia, con sus ridículos coros y danzas, señala un hito en su alejamiento del publicismo a sueldo de las autoridades: "La sensación de que alguien me estaba tomando el pelo era tan intensa que, encendido de ira, quería enterarme a todo precio de quién era el culpable para matarlo". A partir de entonces, aprovechando el deshielo, viaja a la URSS, Viena, París, Estados Unidos e Italia. Cuando regresa, la mínima apertura ha terminado y Mrozek se da de baja en el Partido, aunque tardará todavía unos años en emprender la "huida a Occidente", donde residiría -primero en Francia, que le concedió el asilo, después en México- más de tres décadas, hasta su definitiva y problemática vuelta en 1996, de la que escribió en Diario del retorno. A este periodo posterior a su marcha de Polonia apenas le dedica espacio, sea porque no quiso o porque no pudo, pero incluso dejando de lado las especiales circunstancias de la redacción, la decisión tiene cierta coherencia. Son los complejos vínculos del escritor con su tierra natal, y por extensión con su pasado polaco, los que aquí se abordan, de una manera inusualmente sincera que permite conjeturar que Mrozek -"sólo cuando me trasladé a Francia me di cuenta de que aquel era mi país"- nunca se sintió del todo a gusto entre sus compatriotas.

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