Cultura

La inteligencia crítica

  • Lumen recopila en un volumen los ensayos en los que Auden, con lucidez, reflexionó sobre los modos de acercarse a la literatura y analizar los textos.

El arte de leer. W. H. Auden. Ed. Andreu Jaume. Trad. Juan Antonio Montiel. Lumen. Barcelona, 2013. 464 páginas. 29,90 euros

Se recoge aquí una selección de ensayos de W. H. Auden, editada por Andreu Jaume, cuya temática más obvia es la literatura. Y dentro de la literatura, la función lectora; y dentro de dicha función, el análisis crítico, vale decir, atento y minucioso, de cuanto puede expresar una obra. Según Auden, hay cuatro tipologías de crítico ineficaz (en puridad, cuatro patologías), que se ordenan según la proximidad del analista al propio tema analizado. Así, si para el crítico pedante nunca hay un poema suficientemente bueno, el crítico para críticos ejerce su función de manera tan intrincada, equívoca e dificultosa que la obra misma queda no sólo distante, sino irreconocible. Por su parte, el novelista romántico encontrará ya en el poema una mera excusa para fantasear sobre el autor, sin que la realidad venga a estropear sus ensoñaciones. Y en cuanto al maníaco... Es fácil suponer que el maníaco es aquél que halla una clave cifrada, un código latente en cualquier libro, y en consecuencia se aplica a descifrarlo (todavía hoy, la pintura de El Bosco suscita muchas críticas de esta índole). ¿Cual es, pues, según Auden, la verdadera función del crítico? Entre otras ocupaciones, la tarea crítica consiste en ofrecer "una lectura de determinada obra que mejore mi comprensión de la misma". Como veremos, este concepto de "lectura" es importante, porque es ahí donde Auden se distingue de sus predecesores, y en concreto, de sus predecesores románticos, como Wordsworth.

Si se me permite la cita, un poco extensa, pero reveladora, extraída de sus Fragmentos de conversación, comprenderemos cuál es la índole y el alcance de esta diferencia: "A mí me atrae el mismo mundo que a Wordsworth, pero no los mismos lugares. Mis paisajes no se parecen en absoluto a los suyos. Mi propio universo -y eso es algo sobre lo que aún no he escrito- proviene en primer lugar de los libros". Esta afirmación, de absoluta clarividencia crítica, está muy cerca de lo que luego dirá Eco respecto de los posmodernos: la posmodernidad consiste en volver sobre lo escrito. Sin embargo, no es sólo, ni principalmente, este volver sobre la obra ajena lo que distingue a uno de otro. No se trata de un volver. Se trata, en mayor modo, de una sustitución donde el universo visible, la Naturaleza fenoménica, se ha suplido con aquello que los artistas han especulado sobre ella. La Naturaleza en Wordsworth son los paisajes de Cumberland y el espíritu humano; el Universo en Auden es cuanto Wordsworth y muchos otros escribieron sobre la Naturaleza y el hombre. Esto mismo es lo que hará la vanguardia, y todo el arte posterior, girados sobre una inagotable función de glosa y comentario. Eso mismo es lo que hará la crítica, desde Walter Benjamin a Roland Barthes, sin que la observación directa (la pintura del natural, podríamos decir), venga a entorpecer la ilimitada requisitoria del artista. Ejemplo extraordinario de ello son las páginas que Auden dedica a Shakespeare, y que fueron escritas como prólogo a la edición de los Sonetos, a cargo de William Burto. Ahí, como en los ensayos dedicados a Poe, a Cavafis, a Tennyson, a D. H. Lawrence, a Lewis Carroll, a Paul Valéry, lo que se elucida no es tanto la magnitud y la solvencia de una obra, como lo que se puede decir con precisión sobre ella. También lo que honestamente se puede sospechar, sin que los hechos, sin que las propias evidencias y el sentido común nos contradigan. Esta última parte es, sin lugar a dudas, la más difícil, por cuanto supone no sólo un juicio ponderado y sólido, sino una intimidad con el hecho creativo que el crítico, el glosador erudito, no tiene por qué poseer. En este sentido, es mucho más verosímil, y mucho más audaz por parte de Auden, atribuir parte los sonetos shakesperianos, dedicados a un bello joven, no a una improbable homosexualidad del autor, sino a una suerte de revelación, una visión del eros, cercana al éxtasis místico (este mismo tema viene tratado por extenso en Los místicos protestantes). Por otra parte, su análisis de Poe concluye, contra la versión más extendida, que aquello que se percibe en su obra es la fatiga de un escritor exigente y ordenado, nunca el desorden y la apatía de un dipsómano. Y esto lo dice basándose en su experiencia como autor, como articulista de encargo, cuyo oficio no excluye, a veces, la inadvertencia y el descuido, producto del cansancio. En cuanto a Tennyson, Auden reconocerá dos cosas: su estupidez y su indudable talento. Lo cual nos lleva a uno de los temas recurrentes en sus ensayos: la separación entre el hombre y su obra artística. Y en suma, el abismo ineludible entre lo que el hombre es y aquello que se transparece en sus escritos.

Esta misma cualidad subjetiva, ociosa, inaprehensible de lo artístico, y el mundo conceptuado como giróvago misterio, propiciaron quizá la vuelta de Auden a su fe anglicana. En efecto, en Auden hay un concepto religioso de la existencia; también la delicada cortesía del hombre superior. En sus páginas, la inteligencia y el humor, la ancha y cordial benevolencia, vienen en servicio de una claridad admirable.

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