Andalucía

Pabellonistas

  • Memoria de Los Pabellones, símbolo del esplendor de la hoy casi inexistente flota pesquera gaditana, donde los desechos se convertían en oro

Aurelio, piel quemada de sol pese a que hace mucho que no embarca, un veterano con cara aniñada, entró por primera vez en el universo del bar Los Pabellones, en Cádiz, territorio de personajes de aspecto patibulario, gallegos fornidos, marinería del masculino profundo, en 1977. Tenía 17 años. Salió de allí con 3.000 pesetas. Tenía para él toda la calle Plocia, que entonces era un parque temático de luces rojas: Uruguay, Palmera, Trianera, Trébol, El Molino Blanco... Bares de niñas los llamaban. Aurelio no sabía de quién eran cortesía esas 3.000 pesetas, una fortuna para quien acababa de pasar treinta días en las costas del Sahara. Pero sí sabía que de Los Pabellones todos los marineros salían con dinero, con los provechos. Por eso decidió enrolarse, porque los marineros ganaban un dineral con los despojos de la pesca del caladero mauritano. Y todo fue gracias a Paco de la Rosa, visionario de la pesquería.

De la Rosa júnior regenta uno de los puestos de pescado más célebres del mercado central. Él explica por qué su padre hacía correr el dinero por la calle Plocia. "Hasta que mi padre no empezó a trabajar la hueva, nadie la quería. Ahí estuvo su genialidad. Como la hueva era desecho, los armadores dejaban que se la quedara la tripulación, a quien mi padre compraba. Los marineros, cuando estaban llegando a puerto, abrían las capturas, la pescadilla mauritana de fondón, que se llama así porque se coge a mucha profundidad, y sacaban las vísceras. A los armadores les venía bien porque la pescadilla abierta se vendía mejor. Ganaba todo el mundo. Mi padre llegó a tener 125 barcos contratados y cada día llegaban unos cuatro barcos con 70 canastos cada uno y cada canasto eran 90 kilos. Figúrate la cantidad de huevas que colocaba mi padre en el mercado, por casi toda Andalucía, de Despeñaperros para abajo, que en Madrid eso de la hueva... Hasta 70.000 kilos de huevas he llegado a tener congeladas".

La cosa funcionaba de la siguiente manera. Paco de la Rosa llevaba el dinero a Los Pabellones, lo dejaba en depósito a Pepe, el propietario del establecimiento más castizo de Cádiz, y los marineros lo recogían allí. Cada uno tenía apuntado su nombre y la cantidad que tenía que cobrar. Todos se fiaban de todos. Jamás hubo problemas con los marineros. "Esa gente de aspecto tan rudo, tan brutos aparentemente, eran auténticos caballeros, la palabra valía más que cualquier papel. Entonces éste era un país de señores".

En Los Pabellones podían juntarse hasta diez millones de pesetas. En Navidad, la época buena de la hueva. Un marinero podía llevarse por los provechos 300.000 pesetas de finales de los 70. Con su sueldo, no sacaba más de ciento y pico mil. Y los provechos también daban algún trabajo extra: su guardián, el que los vigilaba de noche en los muelles, era un personaje muy conocido, el Machín, que se llevaba diez mil pesetas por cada noche.

Pepe Gómez se junta con los camaradas de Los Pabellones, transformado en un futuro gastrobar. Pepe mira con nostalgia el rincón que guarda la historia de la pesca en Cádiz y, con Miguel Clares, de la familia de las escolleras del muelle, un grupo de legendarios parroquianos - Juan Pérez, Paco Senra, Ramón Barroso...- se encamina a Plocia. Allí dejan correr los recuerdos.

El abuelo de Pepe compró la finca de Los Pabellones en 1932. Había sido un antiguo barracón militar, de ahí el nombre. Pronto empezó a ser una referencia. El invento de los provechos elevó definitivamente a Los Pabellones a los altares marinos, el templo donde las vísceras se convertían en billetes. No sólo era sitio de beber y comer, sino de cobrar y de confidencias y de confianza lejos de su tierra. Pepe cuenta la historia de Romasanta, el misterioso gallego solitario que le entregó sus cartillas para que él las guardara. Pepe se convirtió en su banco. Cuando necesitaba dinero iba a por sus cartillas. Soltero, Romasanta murió solo. Pepe se preguntó qué hacer con las cartillas, que jamás había abierto. A los días llegaron de Galicia unos sobrinos de Romasanta, su única familia. Preguntaron por las cartillas. Los sobrinos se enteraron de que eran millonarios. Romasanta guardaba más de 18 millones de pesetas.

En una foto miran desde el pasado personajes trajeados al estilo de mediados de los 60. No parece una cuadrilla de bulliciosos parranderos. "Nosotros éramos unos angelitos en comparación con ellos". Se puede ver a Popey, de la pareja Popey y Pery, payasos del circo Price. "Venía a Los Pabellones para nutrirse de chistes para sus números. Los escuchaba y luego lo soltaba en el circo y la gente se mondaba", asegura Paco. También iba por allí el forzudo del circo, Taras Bulba. "Le pedía al Ratón, que llevaba el marisco dentro del bar, un kilo de gambas, se sentaba en una esquina, les quitaba las cabezas una a una y lo demás se lo comía entero con unos cuantos vinos". Y Rovira, masajista del Cádiz, y su íntimo amigo, Betancort, el portero de la época del Madrid ye-yé, que cuando venía al Carranza se traía a más gente del equipo. Y en esa foto asoma la figura de un personaje clave del Cádiz de la época: el Cubanito, que vendía los condones que guardaba en los bolsillos de su abrigo y repartía uno a uno a un no tan módico precio.

Y todo por las huevas. Y por las bocas, los pechos, las patas. La primera vez que, intentando ampliar mercado, Paco de la Rosa envió lo que hoy llamamos patas rusas a Barcelona, el cliente le dijo en un indignado telegrama: "No me mandes más telarañas y devuélveme el dinero del porte". "Pero es que pescados que hoy vemos de lo más normal antes se tiraban", recuerda. "El gallo está ahora a 30 euros y antes no lo quería nadie. Las galeras nos las regalaba una clienta de Sanlúcar cuando venía a por huevas. Se llevaba sus huevas, que venían también de no ser nada, y nos dejaba dos cajas de galeras. Y la goma, que es una especie de rape de mala calidad a los que los valencianos encontraron su punto de cocción para las paellas, y nos hartamos de vender goma". "Y los carabineros -añade Ramón-, lo que aquí siempre hemos llamado los chorizos. Los carabineros se descabezaban y se tiraban al mar. También los valencianos los empezaron a utilizar para las paellas. Y lo cachuchos y las brecas se regalaban".

Cádiz estaba inundado de pescado. "Mi madre -continúa Ramón- era lavandera de los gallegos, de los armadores y contramaestres, y en casa teníamos un aljibe que cuando llegaban los barcos se llenaba de pescado rabioso que le regalaban. Como no había métodos de conservación repartíamos por todo el vecindario. Qué hartón de pescado. Acababas un poco harto de tanto pescado. En Cádiz, desde luego, nadie pasaba hambre a no ser que fuera alérgico al pescado".

Además, los armadores complementaban el salario dando a cada miembro de la tripulación 18 merluzas por cada atraque. ¿Qué hacían esos hombres con 18 merluzas en tierra? ¿Venderlas? No, tenían suficiente con los provechos. Regalarlas, quizá a unas niñas. O quizá, por qué no, a Pepe de Los Pabellones. Y más y más pescado. Fiesta.

Emilio es uno de los últimos tripulantes gallegos de la hoy ya casi extinta flota gaditana. En su último trayecto perdió dos dedos. Se encoge de hombros, como diciendo gajes del oficio. Juan narra las condiciones de trabajo. Los bous eran los barcos que hacían el caladero mauritano. Cada tripulación tenía 17 hombres, que dormía durante veintitantos días apiñados en literas. Se lavaban con cubos de agua salada en cubierta. No era un trabajo para cualquiera. Había muy pocos gaditanos, algunos de Conil, algunos de Barbate y mauritanos o senegaleses.

Antes del declive hubo un momento en que el provecho vivió un último coletazo de esplendor. El aceite del hígado se cotizaba a 8.000 pesetas el bidón y la casa armadora se llevaba el 2%. Hasta que llegó un padre con sus dos hijos de Algeciras, "un patriarca", matiza Pepe. Fue directo a Los Pabellones. "Ofrezco 20.000 pesetas por cada bidón, pero por cada bidón que se descargue me dais mil pesetas". Pero la cosa no paró ahí, los algecireños subieron a 30.000 pesetas y 2.000 pesetas por bidón, y luego 50.000 y 4.000 el bidón y luego 75.000 y 5.000 el bidón. Y hasta 140.000 pesetas se llegó a pagar el bidón. Por entonces ya se sabía el destino: fábricas de cosméticos de Japón. Los armadores calcularon que el negocio de los provechos era demasiado grande para quedarse fuera e impusieron la subasta. Pero al poco, la industria de la cosmética descubrió la placenta y el aceite se devaluó.

Paco de la Rosa se retiró de la hueva porque no le gustaban las subastas, los marineros dejaron de rajar el pescado porque el beneficio ya no era para ellos, los fundadores de las grandes casas armadoras fueron desapareciendo, los barcos se desguazaron, ya obsoletos. En los 80 la pesca fue languideciendo mientras la plaza de San Juan de Dios se poblaba de yonquis y a Pepe le daba cada vez más miedo tener tanto dinero en Los Pabellones. "Aunque nunca pasó nada".

Félix Fernández lleva al frente de La Cepa Gallega desde tiempo inmemorial, o eso le parece a él. "Demasiados años abriendo la misma puerta". Es el último proveedor de buques del centro de Cádiz, se ha sabido reciclar y es un punto de encuentro obligado para quienquiera probar un buen vino en Cádiz. "Había días que me dolían los huesos. Un barco tras otro. Algunas jornadas no había sitio en el muelle. Gran parte de la flota en esos años era de vapor, los bous. La pesca era un negocio boyante, con dos subastas al día en la lonja y no se daba abasto. Plocia tenía el tranvía, la aserradora, la fábrica de tabaco. Los bares cerraban dos horas para limpiar y volvían a abrir, los marineros estaban aquí 48 horas y se lo fundían todo..."

Ahora, mira el muelle, vacío, esta vez sin un crucero que le dé algo de alegría. "Lo que era esto... Pero mejor no darle muchas vueltas". Félix se despide, y dobla por Los Pabellones camino de La Cepa.

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