Está en el cielo

Morirse de pronto y sin dar la lata suele ser el deseo de los que, con la vida llena, miran el final de los días

Morirse de pronto -bien distinto a morirse pronto-, sin dar la lata, suele ser el deseo de quienes, con mucha vida cargada a la espalda de los años, contemplan más cerca el final de los días. No solo por la comprensible intención de evitarse el sufrimiento de una penosa y larga agonía, sino también para no afligir a los más cercanos, ni depender de ellos, ni reclamarles una atención acaparadora. Pero esas muertes repentinas, que satisfacen un deseo postrero, golpean con dureza y solo se consuelan con el bálsamo del tiempo. Dada además la posibilidad -por el capricho de la muerte- de que, quien se fue de improviso y sin congoja, hubiera prolongado sus días con un desvalimiento mortecino. A la muerte natural, que pone colofón previsible al oficio de vivir, estamos habituados cuando llega su momento propio. Incluso a la muerte que se anuncia con el anticipo de la enfermedad premonitoria. Pero no es así en el caso de las pérdidas que rompen un estado de las cosas del todo ajeno a la nefasta desgracia, aunque nada pueda librarnos de su mal fario.

Con 85 años de una vida laboriosamente levantada, el abuelo, cuya salud y vitalidad sorprenden, alegra sus días de viudez con la cercanía de dos nietas mellizas que hacen de cada tarde una entrañable celebración doméstica. Antes que estas se marchen, les anuncia que, en la mañana del domingo, les llevará un desayuno gustoso. Las dos mellizas, que saben administrar el tierno cariño de sus besos, se desparraman en carantoñas y arrumacos. Hecha la noche madrugada, que la muerte gusta de la oscuridad, unas molestias en el pecho, un sudor frío, son el aviso del final, cuando los ronquidos atemperados del descanso sereno se transmutan en estertores del repentino morir. Hace pocos días sintió algo parecido en el pecho y, haciendo de tripas corazón, acudió solo al ambulatorio. El médico le indicó entonces que volviera si no mejoraba o que directamente acudiera a urgencias del hospital, pero él no dijo nada a los suyos porque algo parecido al purgatorio se le representaba al pensar en un ingreso hospitalario. Dos días después, cuando las nietas volvieron a casa del abuelo para no interrumpir su hábito, titubearon un momento y pronto dijeron que su abuelo estaba en el cielo. Como en una excursión que la inocencia de los pocos años acepta sin preguntarse por qué no vuelve quien, tan machadianamente hombre bueno, prefería morir de pronto.

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