Oficio de tinieblas

Una luz mortecina, mensajera del oficio de tinieblas, cierra la celebración del Viernes Santo

Acostumbrado, durante muchos y crecidos años, a tratar con lo sagrado, celebra los oficios del Viernes Santo como una liturgia a la que no quiere renunciar, si bien ya le cuesta postrarse ante el altar. Vestido de rojo, el color de la sangre derramada, no tiene ministros que le ayuden y se arrodilla, con la dignidad que le permiten sus gastadas fuerzas, como muestra de humillación terrenal, tristeza y dolor. Así, casi desamparado y solo en la iglesia de un antiquísimo convento cuyas vidrieras tamizan una luz mortecina, crepuscular, mensajera del oficio de tinieblas y de la consumación de la Cruz. Absorto y quieto, como arrodillados también los muy pocos asistentes a los oficios, reza el sacerdote para expiar sus culpas ante el duelo que atraviesa la Pascua y mortifica la penitencia. Aunque ya no tiene encomendada una parroquia porque sus muchos años necesitan de la mansedumbre y el reposo, suele decir a los creyentes firmes, a las agnósticos inquietos e incluso a los ateos convencidos -no solo nunca excluyó sino que siempre buscó el encuentro- que rezar es hablar con Dios, cuando la fe asiste, o vérselas con uno mismo -acaso asuste esto- llegados esos momentos en que las celebraciones religiosas o las encrucijadas de la vida predisponen o necesitan del mirar hacia dentro. Entre los pocos, pero quizás privilegiados, asistentes a esos oficios del Viernes Santo que el sacerdote decide celebrar cada año al límite de sus fuerzas, se reparte la lectura de la Pasión según San Juan y, proclamado este relato que cruza generaciones de devoción e instituye el misterio fundacional de la Cruz, pronuncia una homilía que siempre revisa de un año para otro, porque si algo hace a lo largo de los días es hablar con Dios y esa interlocución tiene que ser esclarecedora.Llegado el momento de adorar la Cruz, entre quienes participan en los oficios, con una complicidad de años unidos al sacerdote, hay quien lo ayuda a portar y mostrar una sencilla y añosa cruz para que reciba la adoración que reclaman los misterios. Proclama el sacerdote la muerte en la Cruz, que da sentido a su vida consagrada, y hace introspección, llevado por el recogimiento, a la cercanía de su propia muerte, próximo como presume un particular oficio de tinieblas con el que abandonar las luces de este mundo. De ahí que por el camino más corto al sagrario, a fin de recoger las hostias reservadas para la comunión, repare en el poco tiempo que le resta para desvelar el trascendente misterio de su fe.

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